

La dimensión social y política de nuestra fe cristiana
Cuando las iglesias se afanan en bendecir lo que hace el Estado, como ocurre cuando bendicen actos públicos, procesos electorales o el comienzo de una administración pública, están dando una señal a la sociedad de que la religión y el Estado comparten el poder. Cuando el Estado se amarra a una única confesión religiosa, pierde su función de garantizar la libertad religiosa y de creencias a todos los miembros de la sociedad.
Cuando el Estado y las religiones están en contubernio, no solo se pierde la dimensión laical del Estado, sino que se puede correr el peligro de que los líderes religiosos utilicen las relaciones con el Estado para beneficiar su confesión religiosa e incluso aprovechar esas relaciones para imponer su fe religiosa a toda la sociedad, marginando a quienes no profesan igual confesión. Cuando esto ocurre, las iglesias se arriesgan a perder la identidad de su misión evangelizadora de ser conciencia crítica de la sociedad e iluminar desde la fe el compromiso social que se ha de tener con los sectores empobrecidos e indefensos de la sociedad.
Cuando las iglesias y religiones se pegan al Estado, el peligro de la manipulación de la fe es mayor, y por la vía del poder y del dinero se puede caer con mayor facilidad en la corrupción. No es extraño que en nombre de un compromiso religioso, dirigentes o animadores de la fe rompan con la mística y la ética del Evangelio y acaben siendo legitimadores de corruptos y dinámicas de corrupción e impunidad.
La fe ha sido y sigue siendo una fuerza esencial, animadora para muchas personas y grupos comprometidos con las luchas transformadoras de la sociedad. En este sentido, la Iglesia tiene una alta responsabilidad para que la fe siga siendo fuente de inspiración y fuerza para comunidades y luchadores populares. Y como contrapartida, cuanto más se aferran los dirigentes religiosos a sus estructuras y cuando se quedan viendo únicamente hacia adentro de ellas, o están muy cerca de grupos políticos y del Estado, más se corre el peligro, ya no solo de que más gente abandone la Iglesia, sino que menos presente esté la fe como fuerza iluminadora en las encrucijadas de las luchas sociales.
¿Qué ha de significar en estos tiempos la opción preferencial por los pobres?: que, en cualquier circunstancia de la vida, y dejándose mover por su fe, la Iglesia haga sentir su presencia a favor de las poblaciones indefensas y discriminadas, promoviendo el diálogo entre los conflictos sociales, pero desde el lugar de las víctimas. Como parte de su dimensión social, la Iglesia ha de acompañar aquellos esfuerzos de los pobres por organizarse para crecer en identidad y para hacer sentir con fuerza sus demandas y sus derechos.
En este terreno, el servicio privilegiado de la Iglesia habría de situarse en la formación de las comunidades, en la iluminación de los procesos organizativos desde la fe, al tiempo que seguir siendo palabra y conciencia crítica tanto frente a las elites políticas y empresariales como frente a aquellos dirigentes que en lugar de representar los intereses de los pobres acaban utilizando a los pobres para sus propios intereses.
La Iglesia ha de acompañar a las comunidades y organizaciones sociales y populares desde su amor preferencial por los pobres, de manera que en cualquier circunstancia lo que ha de importar es que la organización sea expresión de los ideales y sueños de los pobres, porque en su dignidad brilla la gloria de Dios. En circunstancias en que haya conflicto entre la organización y la vida de los pobres, la Iglesia no ha de dudar en situarse en la realidad de los pobres, puesto que la opción de la Iglesia es por los pobres, porque en ellos se hace presente Cristo de manera más espléndida, y apoyará o cuestionará aquellas mediaciones sociales o políticas, según fortalezcan la vida y la esperanza de los pobres.

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