Conocí a Jessica Ernst en julio de 2018 en la provincia de Alberta, en su vivienda, un modesto rancho en el pueblito de Rosebud, a unos 200 kilómetros al noreste de la populosa ciudad de Calgary, al oeste del inmenso territorio de Canadá, en un paseo al que me invitaron mis amigos Phil Little y su esposa Ana María. Cuando la vi, ella sabía que la visitaría, y con su hermoso cuerpo de mujer de sesenta años salió a mi encuentro con sus brazos extendidos. Rosebud está perdido en una inmensa estepa, con apenas 112 habitantes. Y separado del centro poblado está la casa de Jessica Ernst, una casa de madera vieja, con un establo con dos caballos y varias vacas y carneros, animales muy bien cuidados, en torno a un estanque de agua cristalina.

Un bello y paradisíaco paisaje. Jessica me ayudó a ver más allá de las apariencias. Bajo esas aguas y el pastizal cruza un oleoducto que procede de la zona de extracción de petróleo y recorre miles de kilómetros hasta llegar a las fábricas procesadoras del crudo negro. Ese oleoducto ha hecho un daño que se ha vuelto irreversible a la ecología de esos territorios, dañando el agua y contaminando el ambiente en general. Alberta es la provincia canadiense que concentra la mayor industria petrolera de ese inmenso país del norte, y las compañías petroleras han dado muestras de ser intocables, han establecido condiciones de impunidad tanto en el sistema de justicia de Canadá como en el de Estados Unidos, destino final del oleoducto que cruza la propiedad de Jessica Ernst.

Esta hermosa mujer ha dedicado los mejores años de su vida en ejercer su derecho a vivir en su propiedad sin la contaminación del petróleo que ha afectado su propiedad, su agua, y el agua y el ambiente de todas las poblaciones que habitan en esa región del occidente canadiense. Ha hecho valer su palabra, y su lucha ha llegado hasta la Corte Suprema de Justicia de su país y también a la justicia de los Estados Unidos. Y todo ha sido infructuoso. No solo no han actuado conforme a la ley protegiendo los intereses de las compañías petroleras, sino que emprendieron una campaña sistemática en contra de la dignidad personal de Jessica.

Esta campaña ha hecho mella en su propio pueblo. Al vivir apartada del reducido casco urbano en donde viven las pocas familias de la aldea, los rumores y los chismes se transforman en leyendas y surgen fantasmas que merodean por aquellos contornos. Por su fuerte personalidad y autonomía, las compañías petroleras han dejado correr el rumor de que Jessica responde a las ideas exóticas del fracasado comunismo y que atentan contra la convivencia pacífica de la sociedad canadiense. Esto ha generado un ambiente de miedo, y al observar que Jessica no profesa ninguna religión, sus vecinos comenzaron a rodar el rumor de estar poseída por espíritus diabólicos, y que a lo lejos escuchan gritos y lamentos como de almas en pena. Quienes se atreven a vencer el miedo y se acercan a la vivienda de Jessica encuentra una estatua con figura de animal extraño que ella tiene como talismán protector, y en una de las ramas del árbol más cercano a su vivienda ella ha colgado la figura típica que simboliza a las brujas.

Esto ha bastado para que Jessica se ganara el título de la bruja del pueblo. Y las madres evitan que sus hijos merodeen cerca de la propiedad de esta mujer defensora del ambiente para evitar cualquier contagio maligno. Cada vez las visitas a la casa de Jessica escasean, y basta que alguien pregunte en la cafetería del pequeño pueblo por la casa de la bruja y de inmediato señalan el camino hacia la austera residencia de Jessica. Este ambiente ha hecho mella en ella. Se volvió taciturna, de pocas palabras y más bien ensimismada en su mundo de lectura y animales. Si la gente del entorno la dejó de visitar, ella ha correspondido igual. No visita a nadie. 

Mi visita entonces era algo extraño en el paisaje de su vida taciturna. Sin embargo, su rostro se llenó de dulzura cuando nos vimos y nos abrazamos. Me mostró su rancho, sus animales y los estanques de agua, aparentemente cristalina, pero contaminadas. Conversamos sobre su historia y sus andares en la defensa del ambiente. Sabía muy bien de Berta Cáceres y la evocó con dulzura. “Tú eres la Berta del norte”, le dije. Ella se sonrojó de inmediato, con evidente signo de timidez ante semejante comparación. “Tú nos representas aquí a quienes en el mundo luchamos por un planeta en armonía entre los seres humanos con la naturaleza”. Se volvió con su vista curiosa y me abrazó de nuevo. Nos despedimos, se nos hacía tarde y había que regresar a casa de la tía de Phil en la ciudad de Calgary quien nos esperaba con cena especial. Le dije que me encomendara con su talismán para que tuviera buen retorno a mi país y seguir teniendo fuerzas para proseguir la lucha en defensa de tanta gente indefensa en sus derechos. Y elevé mi vista para decir adiós a la bruja protectora que nos miraba desde la rama del árbol.Salí con la carga de energía positiva de aquellos abrazos y de su testimonio y de sus palabras de gratitud, escasos en los ambientes del norte del mundo. Cuando habíamos caminado unos 50 metros, escuché que me llamaba por mi nombre, mientras iba bajando de la rama donde tenía a su bruja. Se vino corriendo y me la entregó. “Es tuya, para que nos cuide a ambos en donde estemos y con quienes estemos”. Recordé entonces que en su significado original las brujas eran mujeres sabias y sanadoras, conectadas a la naturaleza con conocimientos profundos de las plantas y las hierbas. Simbolizaban la sabiduría y el poder femenino. Los hombres no lo soportaron y con el correr de los años, las fueron demonizando, haciéndolas feas y hechiceras, malas y peligrosas para la sociedad. Y ya para la edad media ser bruja era sinónimo de demonio. Y a los demonios había que perseguirlos, encarcelarlos y quemarlos. Así fue la cacería de brujas, y ese concepto permeó tiempos y culturas y ha persistido hasta nuestros días. Jessica Ernst simboliza la mujer sabía y rebelde del norte del mundo. Como Berta Cáceres lo es en Honduras. Junto a tantas mujeres sabías y rebeldes, ellas son mis brujas. Y la bruja que me protege en mi habitación me recuerda la sabiduría femenina, sin la cual es imposible un mundo nuevo posible.


Ismael Moreno, SJ (Melo)