Martes, 18 noviembre 2025  

El tripartidismo: juez, parte y obstáculo del proceso electoral

En Honduras, el Partido Nacional, el Partido Liberal y Libertad y Refundación conforman una paradoja democrática difícil de justificar: son los protagonistas del proceso electoral, pero también sus árbitros. Participan en las elecciones y, al mismo tiempo, las administran y supervisan mediante sus representantes incrustados en los órganos electorales. Por eso resulta contradictorio “casi absurdo” escuchar denuncias de fraude entre ellos mismos, cuando son exactamente las mismas fuerzas políticas quienes diseñan, conducen y custodian las reglas del juego.

El Consejo Nacional Electoral (CNE), institución llamada a garantizar procesos limpios, transparentes y confiables, no escapa a la influencia partidaria. Lo mismo ocurre con el Tribunal de Justicia Electoral (TJE), cuya misión es velar por la legalidad y la protección de los derechos políticos de la ciudadanía. En teoría, ambos organismos representan el equilibrio y la imparcialidad del sistema. En la práctica, son espacios copados por cuotas partidarias.

La situación no mejora en los niveles operativos. Los Consejos Municipales Electorales (CME), los Consejos Departamentales Electorales y las Juntas Receptoras de Votos (JRV) antes Mesas Electorales, deberían ser los pilares para garantizar la integridad del sufragio. Sin embargo, estos también son administrados por activistas que funcionan más como delegados de su partido que como garantes del voto ciudadano.

A la luz de esta estructura capturada, resulta evidente que la responsabilidad de cualquier irregularidad recae directamente en los tres partidos que controlan toda la arquitectura electoral. Y si cada miembro de las estructuras electorales responde a las directrices partidarias, es evidente de despartidizar los órganos electorales.

Un modelo electoral controlado por los mismos partidos contendientes es un modelo que siempre abre la tranca para los fraudes y profundiza la polarización política. Honduras cumple 44 años de una democracia electoral frágil, raquítica, sostenida apenas por un andamiaje institucional permanentemente manipulado por las élites políticas y económicas que buscan mantener el control del país para beneficio propio. Ellos, como suele decirse, “tienen manos de estómago”: todo lo tragan, todo lo digieren y los transforman en estiércol, pero, nada les provoca vergüenza.

Este país necesita procesos electorales auténticos, donde la voluntad popular sea respetada y donde quienes resulten electos se transformen en verdaderos servidores públicos, capaces de diseñar políticas que enfrenten la pobreza, la violencia y el deterioro institucional. Hoy, lamentablemente, estamos lejos de ese horizonte. Lo que presenciamos es el reverso: un sistema secuestrado por intereses partidarios, una democracia debilitada y una ciudadanía que, una vez más, observa cómo se tuerce su derecho a decidir.

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