Algunas zonas de Nueva York se han convertido en pequeños barrios catrachos, donde los migrantes recrean sus costumbres, nostalgias, solidaridades, conflictos y, sobre todo, sus esperanzas de un mejor futuro, tanto para ellos como para las familias que dejaron en Honduras, su tierra natal.
Los fines de semana o algunas tardes —especialmente en verano y primavera, o cuando no está nevando—, muchos migrantes aprovechan el tiempo para reunirse en campos de fútbol, restaurantes o pequeñas esquinas de los barrios donde residen. Algunos lo hacen acompañados de cervezas, otros con bebidas gaseosas o un café. Esos momentos se convierten en espacios de reencuentro, de compartir recuerdos, de hacer comunidad, donde las historias de vida y las memorias del país donde nacieron se entrelazan, a menudo mezcladas con risas y bromas.
En una zona de Long Island, Nueva York, donde abundan los edificios de apartamentos, y particularmente en una esquina donde se agrupan pequeños negocios de alimentos, bebidas y una lavandería, se reúnen diariamente decenas de migrantes, sobre todo hombres. La escena se repite a diario: conversaciones, risas, historias de hogar, y por supuesto, muchos recuerdos de Honduras.
Era un domingo, alrededor de las 5:00 p.m., cuando llegué a un Seven Eleven a comprar un café. Mientras lo saboreaba, me detuve en esa esquina, y pude escuchar las pláticas de cuatro migrantes. Poco a poco, el lugar se fue llenando. Como es habitual en estos encuentros, se formaron varios grupos que empezaron a dialogar sobre los cambios en sus pueblos de origen, otros sobre las comidas típicas de Honduras, y en el grupo que tomaba cerveza, las conversaciones giraban alrededor de los amores y desamores del pasados.
Lo que me sorprendió es que la mayoría de ellos estaba bien informados sobre los acontecimientos en sus comunidades en Honduras. Uno mencionaba: «Mira que vino Paco del pueblo y trajo queso, cuajada y pan de venta». Otro respondió: «Entonces hay que ir pronto, porque mañana ya no habrá. Aquí todo se acaba rápido. Ya estoy pensando en una tortilla calientita con cuajada y frijoles parados». Ese momento fue un claro ejemplo de cómo, a pesar de estar lejos, el deseo de regresar a sus raíces es tan fuerte que cada plato de comida se convierte en un consuelo en medio de la distancia.
Mientras escuchaba esas conversaciones, un migrante me preguntó: «¿De dónde eres? ¿Te viniste de mojado o estás legal aquí?». Le respondí que andaba de paseo y que vivía en El Progreso, Yoro. «¡Qué alegría ver un paisano! Yo soy de Santa Bárbara, ¿quieres una cervecita o un café?», me preguntó amablemente. Le dije que prefería un café, y seguimos conversando mientras saboreábamos nuestras bebidas.
A través de las tertulias, pude observar cómo los migrantes, aunque han dejado atrás sus proyectos de vida en Honduras, siguen llevando consigo su cultura, sus saberes, su historia personal y familiar. Aportan todo eso a su nueva vida en Estados Unidos, y a través de las remesas, continúan enviando apoyo económico a sus familias, contribuyendo a la economía hondureña.
Sin embargo, también es evidente que persisten ciertas dinámicas culturales. En esa esquina, la mayoría de las mujeres migrantes no se quedaban mucho tiempo; se acercaban solo para comprar productos o para llevar ropa en la lavandería y luego regresaban a sus apartamentos. En medio de ese grupo predominantemente masculino, estaba Blanca, originaria de La Paz, quien contaba cómo la miseria económica la llevó a migrar a los 16 años. «Cuando era pequeña, escuchaba a mi mamá preguntándose qué comeríamos al día siguiente, y ver su sufrimiento me dolía mucho. Eso fue lo que me impulsó a buscar el sueño americano, no solo para mí, sino para mi mamá y mis hermanos», relató Blanca con una mirada que reflejaba tanto la nostalgia como la esperanza.
En el mismo grupo estaba Toño, quien había llegado a EE. UU. hace 25 años desde Morazán, Yoro. «Yo migré por lo mismo que tú. Me costó mucho adaptarme porque extraño a mi familia y mi tierra. La nostalgia me ha acompañado todo este tiempo», decía con un tono nostálgico. Mientras hablaba, una lágrima cayó por su mejilla al recordar a su padre, quien había muerto 10 años atrás, y con tristeza agregó: «No pude ir a su entierro, no pude verlo por última vez». Ese dolor compartido, esa melancolía por la distancia y las pérdidas, es algo que une a los migrantes hondureños. Claudia, originaria de Pimienta, Cortés, relató que llegó a Estados Unidos en junio de 2024 y aún no lograba adaptarse. «Todo aquí es estrés, ansiedad, y cuando recuerdo mi tierra, mi mamá, mis hermanos y sobrinos allá tan lejos, me entra una tristeza profunda. Aún lloro por mi país», decía entre risas nerviosas. «Tienes que reír para no llorar, porque si lloras, te desesperas aún más», añadió. Esa mezcla refleja lo complejo que es adaptarse a una nueva vida en un país extranjero, lejos de la tierra que los vio nacer.
La llegada de nuevos migrantes
En la misma esquina, un niño lloraba. A unos 20 metros de allí, había un grupo de migrantes, entre los cuales se encontraba una familia recién llegada de Honduras. Habían estado luchando durante tres meses en México para llegar a Estados Unidos, y ahora se encontraban en casa de un familiar. Kevin y María, los padres, me explicaron que habían pedido asilo debido a la violencia en Honduras, pero aún estaban en el proceso. «Venimos a desacomodar a mi hermano, porque somos cinco en la familia. Él nos trata de maravilla, nos ha dado una cama king-size, televisión y aire acondicionado, cosas que no tuvimos durante los tres meses del viaje», dijo Kevin con una sonrisa tímida. «Dormíamos cuando podíamos, pasábamos hambre la mayor parte del tiempo, pero ahora estamos aquí y nos toca trabajar duro», concluyó. Su hermano les iba a conseguir trabajo en un restaurante, y la esposa de Kevin iba a cuidar a unos niños. «Una vez nos estabilicemos, buscaremos un apartamento. Que tengas buena noche, paisano», dijo, mientras caminaba con su familia hacia el apartamento donde descansarían.
El fútbol un espacio de encuentro y comunidad
El fútbol, además de ser un deporte popular entre los migrantes hondureños, se ha convertido en un punto de encuentro en Nueva York, especialmente en el Bronx, donde se juega una liga muy particular, integrada por migrantes que arriesgaron su vida en la ruta migratoria para escapar de la pobreza y violencia en Honduras. Los partidos de fútbol sirven como una terapia para los migrantes, ya que les permiten desconectarse de la rutina diaria de trabajo, las dificultades migratorias y los problemas personales.
Xiomara Arriola, una migrante garífuna de Santa Fe, Colón, es la organizadora de esta liga que cuenta con equipos de veteranos, juveniles y femeninos. Armando, originario de Morazán, Yoro, también juega en esta liga. Para él, la nostalgia por su tierra natal es algo permanente, pues recuerda con cariño los lugares donde pasó su infancia: la plaza, el arroyo, la escuela. Aunque lleva años en EE. UU., la emoción de regresar a su tierra y compartir con sus paisanos sigue siendo un motor importante en su vida.
Los equipos de fútbol, en su mayoría, se agrupan por afinidad y llevan nombres que evocan su lugar de origen, como Club Deportivo Tocoa FC, Catacamas FC, Limón FC, entre otros. Además, los vendedores ambulantes en los partidos ofrecen productos típicos de Honduras, como mangos, nances, tajadas de plátano y el famoso Guifiti, una bebida tradicional garífuna.
Estas tardes y fines de semana de nostalgias en las esquinas y campos de fútbol de Nueva York son más que simples momentos de ocio. Son espacios donde los migrantes hondureños reconstruyen su identidad, reafirman su vínculo con el país que dejaron atrás y se apoyan mutuamente para sobrellevar las adversidades de la migración. A través de las remesas, las historias compartidas y la participación en actividades como el fútbol, los hondureños en Nueva York logran mantener viva la conexión con su cultura, con su tierra y con su gente, mientras luchan por un futuro mejor para ellos y sus familias.