

Honduras y su Estado de Excepción
Mientras la política hondureña se consume en su propio laberinto, en la otra Honduras de todas las angustias, violencias y miedos, las promesas de seguridad se diluyen como el humo. Es el caso, entre muchas otras, de la promesa de seguridad que hizo la presidente Xiomara Casto al adoptar el estado de excepción desde su primer año de gobierno. Ha sido su estrategia fundamental para contrarrestar la inseguridad.
Inspirado en el modelo de Bukele en El Salvador, este mecanismo extraordinario fue presentado como una herramienta de urgencia para contener el poder de las maras, el crimen organizado y el narcotráfico. Tres años después, lo que comenzó como una medida transitoria se ha convertido en los hechos en política de Estado, renovada una vez más hasta agosto de 2025 mediante el Decreto Ejecutivo PCM 22-2025.
Las preguntas son inevitables: ¿qué ha cambiado? ¿Está Honduras hoy más segura? La respuesta no llega desde las instituciones, ni en cifras, ni en hechos verificables. Lo que sí se multiplica son las historias de abusos, denuncias ignoradas y la militarización normalizada de barrios y colonias, especialmente aquellos marcados por el estigma de la pobreza y discriminación.
El caso de Daniel Castellanos permanece como una herida abierta. Tenía 26 años y vivía en la colonia Rivera Hernández, en San Pedro Sula. En 2023, supuestos agentes de la Dirección Policial Anti Maras y Pandillas Contra el Crimen Organizado (DIPAMPCO) lo detuvieron en su casa, argumentando que existían denuncias en su contra. Desde entonces, nadie lo ha visto, nadie sabe de él. Su madre continúa peregrinando por postas policiales, suplicando información. No hay respuestas. No hay responsables. Sólo el silencio, ese que duele y que trae el hedor de la impunidad.
El de Daniel no es aislado. Se repiten en distintas regiones del país, pero las familias callan. Temen. Saben que enfrentan estructuras protegidas por el estado de excepción, donde el uniforme parece otorgar impunidad y la ausencia de garantías constitucionales deja a la ciudadanía en la más absoluta indefensión.
Lo que nació como una medida para garantizar la seguridad, hoy es percibido por muchos como amenaza a esa misma seguridad. En lugar de datos, se acumulan relatos de tortura, agresiones sexuales, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, cometidas al amparo de esos “súper poderes” que se conceden a los cuerpos armados.
¿Es esto lo que se entiende por seguridad ciudadana? ¿Hasta cuándo se permitirá que la excepción se vuelva norma, y que la fuerza sustituya al derecho? Honduras merece una política de seguridad que respete la vida, la dignidad y las libertades de su gente. Y merece también respuestas, no silencios, frente a las denuncias. Porque sin justicia y sin voluntad de reparar, cualquier promesa de seguridad es otra forma de violencia institucional.

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