Lo habitual en Estados Unidos es que la población migrante recurra a compartir vivienda con otras personas, en ocasiones en condiciones de hacinamiento, especialmente en lugares donde la renta es muy elevada. Para una sola persona, pagar un apartamento en ciudades como Nueva York (NY) o Los Ángeles es un lujo que pocos migrantes pueden permitirse. Sin embargo, se vuelve indispensable cuando se trata de un grupo familiar.

En múltiples ocasiones se ha denunciado que los inmigrantes viven en condiciones de hacinamiento.
En múltiples ocasiones se ha denunciado que los inmigrantes viven en condiciones de hacinamiento.

En un edificio de diez pisos en Hempstead, Nueva York, vive Juan, un migrante originario de Comayagua, zona central de Honduras. La edificación tiene una palidez que delata que fue construida hace varias décadas. «Es la única opción de vivienda que he tenido aquí. La mayoría de las personas que viven en estos apartamentos son migrantes de Centroamérica, México y República Dominicana», comenta el corpulento hombre, quien lleva 15 años viviendo en Estados Unidos.

Recuerda que «luego de casi perder la vida en la ruta migratoria, viajando en tren, caminando por montañas y, finalmente, cruzando el desierto de Arizona, hasta llegar a la ‘Gran Manzana’, me di cuenta de que como migrante te enfrentas a muchos obstáculos. Y en lugares como Nueva York, uno de los problemas más grandes es la vivienda. Las rentas son altísimas, y en ocasiones hay resistencia a alquilarles a los migrantes. A veces, no te lo dicen abiertamente, pero la discriminación está presente», explica.

«Cuando uno llega aquí, generalmente te recibe un familiar o amigo, pero esto es solo temporal. El verdadero problema comienza cuando empiezas a buscar un apartamento para independizarte. Hay lugares en los que, si no tienes ciudadanía o residencia, no te alquilan, aunque la vivienda esté disponible. Te dicen que ya está comprometida», lamenta.

«Gracias a Dios, logré conseguir, junto a otros cinco amigos, un apartamento con tres pequeños cuartos, un baño y una pequeña cocina. Nos acomodamos de dos en dos y dividimos el costo de la renta de 3,000 dólares, más el pago de la electricidad y el gas, lo que nos sale a 650 dólares al mes por persona», comenta Juan.

La convivencia, aunque ajustada, es tranquila. «Algunos trabajamos en la construcción y otros en restaurantes. Todos nos llevamos bien, solo hay reglas que debemos respetar. Después de varios años viviendo juntos, ya nos consideramos como una familia. El mal de uno es problema de todos, aunque a veces surgen algunas diferencias», dice entre risas.

Juan también conoce casos más extremos. «Un amigo que trabaja en la construcción me cuenta que vive con siete personas más. Han comprado colchones pequeños para poder tener espacio en el cuarto. Las mochilas las usamos para guardar la ropa, para que no ocupe espacio. Para usar el baño, tienen horarios y se bañan por turnos, de acuerdo con sus jornadas laborales. Viven tres hombres de Chiapas, México, y los demás son hondureños», explica.

“Dormí en las calles de Los Ángeles”

En la costa pacífica de Estados Unidos, Alex, originario de Ocotepeque, en el occidente de Honduras, recuerda con nostalgia los primeros días en Los Ángeles, California. «Cuando llegué, una amiga y su esposo me recibieron en su casa. Tienen dos hijos. El primer día, cuando llegó la hora de dormir, esperé que me dijeran en qué cuarto iba a descansar. Pero mi sorpresa fue que ya iba a llegar otro migrante que estaba alquilando, y él dormía en el sofá de la sala. Me dijeron que yo tendría que dormir en el piso. Así estuve durante 20 días. Después, me dijeron que ya no había espacio para mí y que tenía que buscar un lugar donde quedarme», relata, mientras frota sus manos.

Con los ojos llorosos, mira al horizonte en las cercanías del Victory Boulevard, y después de un largo silencio, dice con más fuerza: «No tenía trabajo y no conocía a nadie aquí. En ese momento, sentí que todo se derrumbaba… no sabía qué hacer ni a dónde ir. Pero tomé fuerzas, agarré mi ropa y caminé sin rumbo, con solo 152 dólares en la cartera».

Alex pasó todo el día caminando de un lado a otro, buscando alternativas en una ciudad con más de 10 millones de habitantes. «Cuando llegó la noche, la única opción que encontré fue dormir debajo de un puente. Recuerdo que era noviembre, las montañas se llenaban de hielo y la brisa helada hacía que el clima en Los Ángeles fuera muy frío», recuerda.

Añade que pasó más de 20 noches frías, usando pedazos de cartón como colchón, poniéndose un gorro, dos camisas, un suéter y dos pantalones, aunque el frío lograba calar en su cuerpo. «Fueron los días más duros de mi vida. Solo pensaba en regresar a mi país. Pero, gracias a Dios, conseguí trabajo en la construcción, donde conocí a Mario, un guatemalteco que pasó por lo mismo. Él me ofreció alojamiento en su cuarto», dice con un respiro.

«En el cuarto ya vivían cinco personas, y nos tocaba pagar 300 dólares al mes. Yo recién empezaba a trabajar y ganaba 10 dólares la hora. Con eso tenía que mandar dinero a mi hijo en Honduras para su alimentación y educación. Para ahorrar, comprábamos pan, queso amarillo y jamón, y con eso preparábamos desayuno, almuerzo y cena», relata.

«A los tres años, ya había aprendido bien el oficio de la construcción. Entonces empecé a ganar 200 dólares diarios, y pude alquilar un apartamento con un compañero. Allí ya teníamos un pequeño cuarto para cada uno y una cocina. Fue entonces cuando conocí a mi esposa en la iglesia evangélica. Después de casarnos, la situación mejoró, porque ella, trabajando como empleada doméstica, ganaba casi lo mismo que yo. Decidimos pedir un préstamo para comprar una casa, y poco a poco hemos ido pagándola», nos relata.

«Hoy soy contratista y las cosas me van mejor. Estoy comprando algunas propiedades en Honduras, con la idea de regresar allá cuando me jubile. No crea, la vida en EE. UU. es dura. De los 17 años que llevo aquí, apenas los últimos 5 años empecé a ver algo de luz. Antes, pasaba como en mi país, lavando ropa y poniéndomela mojada», concluye, sonriendo.

Los desalojos de apartamentos

En cada condado de las ciudades de EE. UU., existe la figura del sheriff, quien tiene diversas funciones policiales, pero una de las más relevantes es ejecutar las órdenes de desalojo en viviendas donde hay retrasos en el pago del alquiler.

Los casos de inquilinos morosos se presentan ante los tribunales, y, después de un tiempo, el juez emite la orden de desalojo. Esta puede ser ejecutada por un sheriff en cualquier momento. Las familias deben estar listas para mudarse antes de la fecha en que se les indique en la «Order of Possession» (orden de posesión).

Sin embargo, algunos sheriffs optan por no realizar desalojos en condiciones climáticas severas, especialmente cuando la temperatura es inferior a los 10 grados. Cada estado tiene un procedimiento formal para los desalojos, pero muchos propietarios, lamentablemente, no lo siguen, realizando desalojos sin orden judicial y dejando a las familias en la calle de manera ilegal.

Roger, un hondureño que trabaja en una empresa de mudanzas en Nueva York, relata que le ha tocado participar en muchos desalojos. «Cuando el sheriff y otros oficiales van con la orden, nosotros llegamos con los camiones. Si el dueño paga el flete, llevamos las pertenencias a donde nos indiquen. Si no pueden pagar o no tienen dónde ir, las llevamos a bodegas asignadas por la orden judicial», explica. «Las pertenencias permanecen en las bodegas por hasta cinco meses. Si no se reclaman en ese tiempo, son subastadas. Me da tristeza ver camas, televisores, refrigeradores y muebles siendo sacados de los apartamentos. A veces me ha tocado realizar desalojos de personas que conozco, incluso un par de veces con familiares lejanos. Aquí, si no pagas la renta, te demandan y el desalojo sigue su curso», concluye.

Hempstead es una villa situada en el condado de Nassau, en Long Island en el Estado de Nueva York.
Hempstead es una villa situada en el condado de Nassau, en Long Island en el Estado de Nueva York.