Sabor a casa. Olor a nostalgia. Así saben las baleadas, cafés y desayunos que María y sus dos hijas venden cada mañana en las afueras del consulado de la ciudad de Charlotte, Carolina del Norte. A pesar de las amenazas de desalojo que reciben a diario, su determinación por trabajar no flaquea. Radio Progreso ha conocido sus historias y ha dialogado con ellas sobre la lucha cotidiana para sostener su pequeño emprendimiento al servicio de la comunidad inmigrante.
María Umanzor y sus hijas salieron de Honduras en busca de oportunidades y ahora funcionarios que representan a la comunidad migrante en el exterior les imposibilitan su derecho al trabajo. Carolina del Norte alberga una significativa población de inmigrantes, cuyo aporte es crucial para sostener la economía del Estado. Reportes de organizaciones revelan que para el año 2022, unos 915,200 inmigrantes vivían en este Estado, lo que representa el 8.6% de la población de la ciudad.
Cada mañana, cuando el reloj marca las tres de la madrugada, la alarma suena en toda la casa. En ese preciso instante, las tres mujeres se levantan rápidamente para comenzar su jornada laboral. No hay sueño ni cansancio que las detenga en sus labores.
María Umanzor, junto a sus dos hijas, Eleana y Keilyn, venden baleadas y desayunos todos los días en las afueras del consulado de la ciudad de Charlotte, en Carolina del Norte. Llevan ocho años viviendo en Estados Unidos y han realizado diversas actividades: limpieza de casas, pintura, instalación de techos y pisos, e incluso cuidado de niños. Sin embargo, hace dos años decidieron emprender su propio negocio y convertirse en sus propias jefas al ofrecer comida como un servicio a la población migrante que llega al consulado.
Para María Umanzor, matriarca de la familia, este trabajo no solo proporciona un ingreso, permite también a la comunidad migrante disfrutar de platillos que les recuerdan su país. A través de la comida, pueden regresar simbólicamente al lugar donde nacieron y crecieron, del cual partieron debido a situaciones críticas.
El Gobierno hondureño calcula que cerca del 64% de los 10 millones de habitantes del país viven en una situación de pobreza. Y las organizaciones de defensa de derechos humanos estiman que a diario entre 700 y 1.000 los hondureños y hondureñas abandonan su país.
La labor de María y sus hijas
“Nos hemos distribuido el trabajo para estar desde muy temprano en las afueras del consulado. Yo me encargo de preparar las baleadas y las tortillas de maíz. Mis hijas hacen el resto de los acompañantes de las baleadas, frijoles, pollo, rallar el queso y freír los huevos. Todo lo llevamos preparado y los metemos en termos para garantizar que estén calientes cuando los ofrezcamos a los clientes”, comenta María.
La venta de baleadas llevó a María y sus hijas a buscar proveedores de productos hondureños: harinas, frijoles e incluso lácteos, allí está la magia en la preparación de los platillos hondureños que ofrecen cada mañana.
“Antes nos costaba, pero ahora sabemos dónde están las tiendas latinas y encontramos todos los productos necesarios para las baleadas que vienen desde Honduras. Sabe, incluso encontramos la soda para lograr que las tortillas de harina se infle bonito, todos los productos los encontramos acá”, comenta emocionada María.
A los pocos meses que María y sus hijas se apostaron en las afueras del consulado con las baleadas, otras mujeres se animaron a vender pollo con tajadas, churros preparados, camisetas de la selección o llaveros típicos de Honduras. Ahora además de María con sus hijas, llega Doña Helena, originaria de Santa Bárbara y Lesly junto a su esposo.
Un espacio de solidaridad
Las hondureñas se han unido, y más que rivalidades, ahora se cuidan y respetan a los clientes de cada una, así como los productos que ofrecen. Recientemente, las amenazas de desalojarlas para evitar que vendan en las afueras de la oficina consular ha fortalecido su amistad y complicidad entre migrantes.
“El actual cónsul, Enrique Flores, no nos permite vender. Asegura que es prohibido que nos mantengamos aquí con nuestros productos. Siempre envía a trabajadores del consulado para que nos saquen y, en casos extremos, ha llamado a la policía. Yo no me dejo; me planto frente a él y le digo: usted nos está imposibilitando el derecho al trabajo. No puede sacarnos de aquí; este es nuestro trabajo y no tenemos otra fuente de ingreso”, expresa María con indignación.
Esta situación ha llevado a las mujeres a unirse aún más, creando un ambiente de apoyo mutuo en medio de la adversidad. La lucha por su derecho a trabajar no solo ha consolidado sus lazos, sino que también ha resaltado la importancia de la comunidad migrante en la búsqueda de oportunidades y dignidad en su nuevo hogar.
Las campeñas
La movilidad y la migración han sido la historia de María Umanzor. Ella y sus dos hijas son originarias de 45 y medio, un ex campo bananero ubicado en el norte de la ciudad de El Progreso, en el atlántico hondureño. Pero sus padres emigraron del sur de Honduras, del departamento de Valle, fronterizo con El Salvador. Abandonaron su lugar de origen porque la tierra era árida y sobre todo porque les dijeron que en la “costa” la vida estaba resuelta con las bananeras. Así llegaron a los entonces campos bananeros aconsejados por otras familias que ya eran obreras en las compañías bananeras.
La zona bananera fue el hogar de María y de toda su familia. Su vida estuvo ligada al campo y a la lucha de los campesinos por obtener un pedazo de tierra. Nunca lo logró. Decidió entonces emigrar con sus dos hijas y una nieta.
“No hay día que no recuerde mi amado campo, pero soy consciente de que allá las oportunidades son reducidas. Era difícil sobrevivir con mis hijas y ahora con una nieta”, confiesa.
En Honduras, las mujeres constituyen el 53.3% de la población total, lo que representa más de cinco millones cien mil personas; más de la mitad se concentra en la zona rural. Según el Instituto Nacional de Estadísticas, el 38.2% de los hogares hondureños son liderados por mujeres.
Entre los recuerdos más preciados de María están sus amistades y vecinos, así como el sentido de comunidad que se vivía en las zonas bananeras. Junto a ellos participó en movilizaciones tras el golpe de Estado de 2009.
“Yo participé en varias protestas durante el golpe; estuve con dirigentes que nos animaron a no quedarnos callados y a reclamar nuestros derechos. Mis hijas y yo salimos a las calles exigiendo que se respetara la democracia”, recuerda.
Con una sonrisa, María afirma: “Si protesté en Honduras, también lo haré aquí si nos limitan el derecho al trabajo. Yo vengo a vender; no estoy robando a nadie. Estoy luchando de manera decente; no hago daño a nadie con mis ventas. Ofrezco un servicio para que la gente tenga la posibilidad de comer algo rico que les recuerde su país mientras realizan sus trámites. Ojalá el cónsul entienda que quienes estamos aquí lo hacemos por necesidad”.
El diálogo de esa mañana en las afueras del consulado de Charlotte, NC, concluyó cuando un grupo de migrantes llegó para tramitar su pasaporte y pidieron baleadas. Con atención, María les ofreció:
“Tenemos baleadas sencillas y con huevo a 5 dólares, desayunos con tortillas de maíz a 15, café de palo hondureño a 3 dólares y osmil a 5 dólares. ¡Vengan a probar las ricas baleadas con sabor a Honduras!”, exclamó María Umanzor.