Los nombres de ellas son ficticios, pero los hechos son reales. Tan reales que fueron contados a viva voz en uno de los centros penales de Honduras, custodiados por militares.


Cuando su compañero de vida fue asesinado durante un asalto en una de las ciudades más importantes del norte de Honduras, Martha quedó destrozada, sola y sin saber qué hacer con sus tres hijos menores. El dolor del crimen de su esposo la sumergió en una profunda depresión. No solo había perdido a su ser amado, sino también a quien podía manejar el negocio que con tanto esfuerzo habían levantado juntos y del cual dependía el futuro de toda la familia.

La mañana del crimen, el esposo de Martha estaba en una agencia bancaria retirando el efectivo para el pago de la planilla de sus empleados. Era una actividad que realizaba cada semana, por lo que se supone que lo tenían vigilado. Al terminar su diligencia, se dirigió a su vehículo sin imaginar que unos individuos lo estaban esperando para robarle todo el dinero. Como de eso dependía el sustento de sus empleados y de su familia, opuso resistencia, hasta que tres disparos le quitaron la vida. Los agresores huyeron del lugar llevándose el dinero y dejándolo en un río de sangre.

Pasaron las semanas y las autoridades no dieron avances en las investigaciones. La noticia de aquel horrendo crimen ya ni figuraba en los medios de comunicación. A Martha, el negocio familiar se le vino abajo y las deudas la estaban sofocando. Tuvo que sacar a sus hijos del colegio privado donde estudiaban y comenzó a vender los tres vehículos que poseía su esposo, además de una de las casas que habían adquirido cuando los ingresos eran suficientes.

Como pudo, liquidó a sus empleados y trató de reducir algunos compromisos con los bancos, pero era como echar agua al mar. Hubo días en los que no alcanzaba para la comida y tenía que irse a la cama, junto a sus pequeños, con el estómago vacío. Ella se ahogaba en llanto al saber que, con el asesinato de su esposo, todo lo que habían construido también había muerto.

La llamada

Martha creció en una comunidad pesquera muy pobre, abandonada por las instituciones del Estado, pero aprovechada por el crimen organizado. Cuando sus padres vieron la primera oportunidad, la enviaron a estudiar a otra ciudad para que tuviera mejores opciones de vida. Cuando Martha se casó y su negocio prosperó, se encargó de crear las condiciones para que sus padres y hermanos se mudaran a la ciudad. Pero siempre tenía comunicación con sus otros familiares en el pueblo, especialmente con un primo, quien al conocer la situación en la que se encontraba decidió ir a visitarla para brindarle su apoyo.

Martha le confió a su primo que estaba a punto de perder el único techo que tenía para sus hijos, una casa valorada en aquel entonces en 3 millones de lempiras (unos 122 mil dólares). Aunque no quería venderla, se veía sin otra opción. Su primo le dijo que no se preocupara, que él tenía la solución. Le explicó que solo necesitaba hacer una llamada telefónica a un número que él le proporcionaría, y seguir sus instrucciones al pie de la letra. Le aseguró que, de esta manera, todos sus problemas económicos se resolverían.

Ella tuvo dudas y temor, pero las palabras de confianza de su primo y su situación económica la hicieron aceptar. Tomó el celular que él le había dado e hizo la llamada. Cuando contestaron al otro lado, Martha, con voz quebrantada, dijo: «El rescate es de 10 millones de lempiras y solo tienen 24 horas para pagarlos”. Después de esto, inmediatamente colgó la llamada mientras un nudo se acrecentaba en su garganta, cortándole la respiración. Diez minutos más tarde, la Policía Nacional la estaba llevando detenida por suponerla responsable de los delitos de secuestro y crimen organizado. De su primo y del dinero que supuestamente iba a recibir no supo nada más.

Un nuevo infierno

Diecinueve años después, Martha está sentada frente a dos periodistas de Radio Progreso en el área de cocina de una granja penal. Es una mujer ojos claros, cabello lacio y cuerpo delgado y esbelto. Junto a ella están Cindy y Michelle, dos mujeres que en otros escritos nos contarán cómo llegaron a esta prisión que se cae a pedazos y que no cuenta con los servicios básicos para recluirlas.

Para romper el hielo, se intercambian un par de comentarios sobre el clima y lo difícil que es sobrellevar las condiciones en aquel lugar. Hay risas y quejas, pero especialmente una enorme tristeza en los ojos de Martha, quien espera con ansias su carta de libertad para poder regresar con sus hijos, ahora unos adultos que han tenido que crecer prácticamente solos.

En Honduras, el delito de secuestro está tipificado en el artículo 239 del Código Penal, con una pena de 8 a 12 años de reclusión, mientras que el artículo 240 establece el secuestro agravado con una pena de 12 a 15 años de cárcel. A pesar de esto, Martha lleva 19 años privada de libertad, pues pasó los primeros 5 años esperando la realización del juicio para obtener una sentencia condenatoria. Ahora aguarda que el sistema digital del Sistema Penitenciario se depure y actualice, con la esperanza de que se muestre su historial y pueda recuperar su libertad en los próximos meses.

Sin embargo, Martha explica que no existe interés por parte de las autoridades en actualizar el sistema de datos de la población carcelaria. Varias personas han cumplido sus sentencias, pero siguen recluidas, mientras otras esperan hace más de una década una sentencia condenatoria firme. Martha opina que, para las autoridades, la vida de las mujeres privadas de libertad carece de importancia. En la cárcel, la supervivencia es a base de lucha constante y se duerme con un ojo abierto.

La primera cárcel a la que llegó Martha fue la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social (PNFAS), donde el pasado 20 de junio de 2023 fueron asesinadas 46 mujeres. Curiosamente, años atrás esa prisión fue un modelo a nivel latinoamericano en centros de detención y reinserción social. Sin embargo, ahora, según expresó Martha, su principal temor al estar allí es el control que ejercen las pandillas en complicidad con la Policía Nacional y los Militares. Estas entidades se han ido turnando la administración de los más de 24 centros penitenciarios en el país durante los últimos gobiernos.

Paradójicamente, Martha tuvo que vender su única posesión, la casa que quedaba de su matrimonio, para pagar una defensa que calificó como mediocre y aprovechada de su necesidad. Su abogado nunca presentaba los recursos a tiempo y ni siquiera la informaba sobre la realización de las audiencias. Llegó al punto de no estar presente en el juicio donde fue condenada como cómplice del delito de secuestro agravado.

Debido a las dificultades económicas, era complicado para su familia visitarla en la cárcel de mujeres en Francisco Morazán. Con la ayuda de organizaciones defensoras de derechos humanos y la Pastoral Penitenciaria de la Iglesia Católica, logró ser trasladada a un penal más cercano a su familia. Sin embargo, no imaginaba que allí comenzaría a vivir un nuevo infierno.

En la granja penal a la que fue reubicada, el problema ya no era solo el control de las bandas criminales, sino también el dominio de los hombres sobre las mujeres, ya que se trata de un centro de reclusión mixto.

A su llegada, tanto las personas privadas de libertad como los militares y policías penitenciarios comenzaron a solicitarle favores sexuales a cambio de protección, víveres e insumos de higiene como jabón y toallas sanitarias. Algunos hombres le daban dinero en efectivo. Aunque al principio se negó, terminó accediendo debido a las amenazas contra su vida y la de sus hijos. Martha no entendía cómo en esa cárcel tenían información sobre su familia.

El sexo con esos hombres era forzado y repugnante. A pesar de ser conscientes del abuso contra las mujeres, las autoridades de la prisión impedían que las organizaciones defensoras de derechos humanos proporcionaran preservativos y otros métodos anticonceptivos a las internas. Martha solo podía pedir al cielo misericordia para no contraer una enfermedad de transmisión sexual ni quedar embarazada involuntariamente. Por eso, la mayor parte del tiempo, Martha prefería estar sola para llorar tranquilamente.

Con la llegada de nuevas internas, Martha empezó a ser ignorada por algunos hombres, como suele ocurrir en las cárceles con la «carne nueva». Aunque esto sonaba un tanto egoísta para ella, significó un alivio y pudo dedicarse a otras labores para ganar víveres y, sobre todo, el dinero que le permitía proveer alimentos y estudios para sus hijos.

Gracias a esas organizaciones, recibió un taller para elaborar pan que podía vender internamente cada día de visitas. Además, comenzó a lavar la ropa de los militares y policías. Era una montaña de ropa que lavaba cada semana de los uniformados y apenas les cobraba cien lempiras por persona. Sin embargo, los sinvergüenzas, como los llamó ella, casi nunca le pagaban y tenía que andar rogándoles.

Así ha ido marchitándose Martha en estos últimos 19 años. Sus ojos claros se ven llorosos y su cuerpo carga todas las marcas que los hombres, empezando por aquellos que asesinaron a su esposo y su primo que la embaucó en un delito, le han dejado. A pesar de su desgracia, mantiene la fe de recuperar su libertad y pasar los años que le quedan con su familia. Reconoce que no sabe cómo enfrentar la vida afuera, en una sociedad empobrecida y llena de prejuicios que condena a las mujeres solo por ser mujeres, y donde a las que han estado encarceladas las asesinan inmediatamente.