El sol hacía varias horas se había echado al rostro su toalla de nubes. La luna, en complicidad con las estrellas, sonreía e iluminaba la ciudad. Esa noche la calma, tan escasa en aquel país, lo inundaba todo. En el ambiente reinaba la alegría contenida. La población finalmente se había visto liberada de aquél opresor que había destruido por completo la cosecha de sus éxitos vivenciales por tanto tiempo. “Ya descansa en paz”, decían algunos. “Ese nunca tendrá paz”, expresaban otros.

Los ciudadanos y ciudadanas aún conservaban en la bodega de sus recuerdos la tragedia cotidiana que les tocó vivir durante algunos años bajo el sistema “democrático” implementado por una pitufada política. Con rabia escupían al suelo al pronunciar el nombre del dictadorzuelo que en su momento les ofreció una vida mejor y resultó ser el padre de la mentira y el maestro de la corrupción.

En ese tiempo todos los medios de comunicación pregonaban constantemente que el país estaba cambiando, que la genialidad de un estadista que gustaba llamarse “Señor Presidente”, había convertido el infierno cotidiano de las personas en un paraíso terrenal y que su continuidad en el poder llevaría a cada rincón del país las luces del verdadero desarrollo. Desde Casa Presidencial se difundía la idea que por fin el mejor presidente de todos los tiempos había llegado, que era el hombre que daría un nivel de vida óptimo a todos los ciudadanos, que hasta canas le habían salido de su preocupación por desarrollar el país, que era necesario mantenerlo gobernando con tanto acierto todo el tiempo que él estipulara necesario… En fin, todo el perfume publicitario que los medios de comunicación habían propagado estaba bien impregnado en el olfato social de una buena parte de la ciudadanía. Algunos ciudadanos, incluso, lucharon por apoyar la continuidad de su nuevo héroe. Muchos años después estas mismas personas se reprochaban la ingenuidad con que entregaron sus energías a la empresa reeleccionista de quien ya en el poder los relegó a la miseria.

“No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, se decía en el argot popular. Y así fue. Cuatro años estuvo ocupando la silla presidencial aquél embajador del mal. A costa de medidas populistas, fraude y cinismo se agenció un tiempo extra. Después de este tiempo la agudeza de un grupo de valientes ciudadanos puso fin a la tiranía con que el déspota gobernaba a un pueblo cansado de tanta opresión.

Tan angelical se veía el “Señor Presidente” en medio de aquél portentoso ataúd. Los religiosos expresaban que había pasado a una vida mejor. El acto fue denominado como “Magnicidio” en los titulares de los periódicos afines al dictador, “conspiración” lo llamaban otros. Pero el pueblo cansado de la miseria lo percibía diferente: lo llamaba Revolución.