(En saludo a quienes ejercen el periodismo bajo sospecha)


Escribo por algo tan profano como sencillo. Porque me da la gana. Y porque me da gusto escribir, tanto que en un tiempo los dedos se me engarrotaron por esa cosa de la artritis que me hermana hasta el tuétano con mis hermanas, tres de ellas ya difuntas después de pasar atrapadas de dolor y con la angustia de ver cómo los dedos, brazos y piernas se les iban deformando. Me deprimí y me llené de angustia, con esa sensación de que la vida se acababa. A fuerza de ejercicios y de tragarme y sobarme cualquier medicamento que me han recetado, he recuperado, al menos temporalmente, los movimientos y así los dedos los consagro casi por entero a escribir.

Escribo de todo y sobre casi todo. De lo que me informo de lo que pueda dar cuenta con la palabra escrita, y de lo que me invento. La inmensa mayoría de cosas escritas se quedan ahí en cualquier archivo, en el baúl de las cosas perdidas y muchas de ellas olvidadas, porque escribo no tanto para publicar, algunos escritos se escapan de mis manos y se difunden. Sí, se difunden, no necesariamente que se lean. Poca gente lee en estos tiempos de altas tecnologías, bastan unas líneas, diez, quince segundos. La imagen ahogan las palabras. Además, en la vida vamos cargando prejuicios y estigmatizaciones, y si alguien leyó alguna cosa mía que no le gustó, ya nunca más leerá otras cosas mías. Así me pasa a mí también. Y eso pasa con la mayoría de la gente que podría leer. No lee o lee poco y ya. Entonces escribo no tanto para que me lean. Escribo para espantar mis fantasmas, mis miedos y sinsabores de la vida, y porque me he ido creyendo que cuanto más escribo más me libero de mis ataduras. Aunque sea por escrito. Y porque disfruto. Es uno de mis vicios. Uno de los más amados y entretenidos de mis vicios.

Me ayuda que al escribir logro descubrir hermosuras y detalles tiernos incluso en personas toscas que nunca ríen, y que llevan un alma tierna, cargan la poesía muy abajito de la dureza de su piel, basta rascar un poquito para saber que uno fácilmente puede ir más allá de esos engaños de las apariencias. O las bellezas que se logran descubrir después de superar el miedo a esos animales que de entrada provocan espanto y hacen huir a la gente, como las culebras. Encontrar el encanto de las víboras ha sido no solo experiencia presencial, sino de mis escritos sobre esos animalitos de la creación. O de los sapos –cuanto quiero yo aquella samba suramericana “El sapo cancionero”–. En una ocasión en el lejano comienzo de 1983, estaba yo en una zona fronteriza entre Nicaragua y Costa Rica, como pollo comprado porque había querido ir a una comunidad, o comarca, como le llaman en el país pinolero y ya era de noche. Había disfrutado el viaje en una pequeña lancha, y tras unos 40 minutos de andar en debí quedarme a dormir en una hacienda que los sandinistas habían confiscado a un terrateniente contra. Era una noche de fiesta entre comandantes y funcionarios del entonces, y solo de entonces, gobierno revolucionario. Estaba yo como desconocido y la gente me miraba con un reojo de desconfianza y malicia. Entre la gente invitada estaba Norma Helena Gadea, cantautora. Después de la cena con barbacoa, le pidieron que cantara. Estaba yo en una esquina, como arrugado, cuando Norma Helena preguntó quien se sabía el Sapo Cancionero. Una de mis canciones favoritas que cantaba en las veladas de juerga en México un poco tiempo atrás de aquella noche. Atrapado en mi timidez levanté la mano y le dije que me sabía la canción, ella me llamó a su lado, y cantamos. Ese gesto despertó el reconocimiento de aquellos entonces revolucionarios que dejaron de verme como sospechoso. De lo feo, de lo triste, de la soledad, del abandono, de la incertidumbre, brota el canto, y así la belleza de la vida. Y escribirlo eleva al alma lo vivido. 

Escribo de todo lo que veo y siento, lo que experimento y lo que escucho y leo. Escribo porque esta realidad en la que vivo es para escribirla no sea que nos acabe ganando la partida el miedo y la frustración y acabemos llenos de angustias y quedemos aprisionados en la derrota. Lo que escribo me libera. Pero cómo no podría escribir con tanta necesidad de espantar el terror que se abre a la humanidad con el cambio climático que, en el caso de Honduras, nos sitúa en extremos que literalmente nos conducen a consumirnos y finalmente a la muerte, sea por el golpe de calor que nos dejan las altísimas temperaturas y que nos advierten que cada año seguirá peor, que va dejando un ambienta cada vez más contaminado que si uno no muere por el calor muere por el veneno del ambiente. O se enferma para siempre.

Y tan solo pasan los calores se ve venir la atmósfera cargada de nubes negras que presagian vientos, tormentas y huracanes que caen en un país con una institucionalidad preparada para acampar como si eternamente viviéramos en excursiones con campamentos, pero que son precarias viviendas que con los primeras vientos desaparecen con todo y sus habitantes, muchísimos de los cuales han acampado a orillas de ríos y quebradas que pasan secas en la larga temporada de calor, y que al venir el temporal se vienen los enormes aluviones que van recogiendo los desperdicios y hasta se traen pedazos de cerros y montañas. Uno no sabe cuál de los extremos es peor, porque los dos son peores cuando se abalanzan sobre aldeas, caseríos, valles, mesetas, montañas, dejando regueros de damnificados, unos mal viviendo y muchos otros convertidos en cadáveres.

Escribir sobre el cambio climático es de completa necesidad, para espantar los males y con al menos la ilusión de que la escritura sea eso que dice Silvio Rodríguez “un barredor de tristezas, un aguacero en venganza, que cuando escampe parezca nuestra esperanza”.  Y escribir es obligación para sacar a flote el daño que hacen los cañeros con las quemas y los que provocan los incendios que arrasan con bosques y con tantos animales que se achicharran y así se rompe de una sola quemazón con el equilibrio que ya viene siendo desequilibrado entre los seres humanos con la madre naturaleza, que incluye la flora y la fauna con las aguas y sus peces y los microorganismos que al perderse se pierde la nutrición de la tierra. Escribir sobre el ambiente es también una denuncia, y cómo no escribir si es tan urgente denunciar el abuso y el uso de las leyes por parte de empresarios que pasan la vida entera sumando y multiplicando sobre el capital a acumular con sus industrias extractivas que pasan por el control, manejo y explotación de ríos y fuentes de aguas, montañas con minas y la expropiación de territorios enteros pasando por encima de comunidades y culturas campesinas e indígenas. Y escribir en defensa de las comunidades y organizaciones ambientales que se levantan en pie de testimonio para proteger sus bienes, su agua, sus ríos y sus montañas. 

Escribir en defensa del ambiente, de los ambientalistas y comunidades amenazadas con la industria extractiva tiene un valor testimonial, y escribir sobre el cambio climático es una urgencia, con solo este tema ya vale la pena pasar el tiempo que sea posible escribiendo, incluso robando horas a la noche o a la propia madrugada, para espantar los fantasmas de la noche y que el canto de los pájaros y el mugido de las vacas y el canto de ranas y de los monos no lo sorprenda a uno dormido para ser testigos del alba, el lucero de la mañana y vivir la hermosa experiencia cotidiana del umbral entre la noche y el día.

Cómo resistirse a la necesidad de escribir en un país en donde la politiquería se ha convertido en pan nuestro de cada día, que en vez de pan debiéramos decir en el mendrugo nuestro, o mejor la piedra nuestra que nos dan de comer cada día, y que quien no se meta en el proselitismo es como si fuera un aerolito que cayó de otro planeta, porque la politiquería es lo que da de comer a los vivos y a los brutos e incautos también les da una lámina de zinc si es un poblador de un barrio marginal, o le hace creer a un campesino con botas de hule que ahora el bono no es una migaja de semilla transgénica o un herbicida, sino que rimbombantemente es un bono tecnológico de rojo y negro y con banasupro con costal de arroz o de frijol de por medio, así como en años muy recientes el proselitismo se adornaba de un billete de cincuenta y el pan nuestro de cada día pasó a ser pan con mostaza, y no de todos los días sino de un día de fin de semana cubierto de un azul profundo con una estrella blanca centrada, como símbolo de la blancura no de harina para hacer baleadas sino de otra harina protegida con plomo y bala.

Cómo no escribir si salta la necesidad de decir que la politiquería distrae y atrae incautos, que más que incautos es gente sin conciencia y sin ciencia porque apenas cruzó en su mayoría unos cuantos grados de primaria, pero que es descreída de todo lo que huela a palabra de políticos, pero a los que quieren hacer creer que les creen porque a mal tiempo los bonos y canastas son buenas, porque a fin de cuentas en este país sin cuentas claras para la gente, ni la gente cree en políticos, ni los políticos creen en la gente, viven como amachinados, duermen juntos pero cada uno trata al otro con el cuidado de dormir con enemigo, y con un ojo abierto para no dejarse engatusar y con el otro cerrado, como haciéndole ojitos de ternura. Ambos son así, se miran así, se tratan así. Se consumen así, y se alimentan mutuamente así, como amigos sin ser amigos, como aliados cada quien buscando sacar la tajada al otro, la gente viendo al politiquero como proveedor, sabiendo que no regala nada, pero se aprovecha, y el politiquero viendo a la gente como voto en urna. Los dos se necesitan, uno por necesidad, otro por perversidad.

Escribir en estas realidades no se puede dejar de hacer porque la palabra escrita, autónoma, independiente y crítica de los poderes establecidos, va quedando como una de las pocas reservas para a su vez preservar la memoria en contraste con la lógica del olvido que se ha posicionado en las mentes y los corazones de las nuevas generaciones. Pero sin dejar de lado a la gente vieja que se empecina en mantener todos los machismos que tanto poder les dieron en el pasado y que se resisten a perderlo, porque experimentan que así se les va la vida, que se quedan desnudos, porque esos machismos de toda la vida hoy sigue empujando a los hombres viejos a que alguien con falda y delantal les siga friendo el huevo y les siga limpiando las podridas uñas de los pies tufosos, y les sigan sirviendo de esclavas en la cocina y en la cama.

Entre gente de carne y hueso de las viejas generaciones hay quienes tienen una capacidad camaleónica para cambiar de discursos y plantarse con el mismo poder antiguo en las nuevas generaciones, y ante las nuevas narrativas que les llaman hoy. Y lo hacen mutando de discurso del caudillo terrateniente y conservador a discurso urbano con el más radical lenguaje de izquierda. Sin perder un ápice de caudillo. Y encaramado en las redes sociales así como se encaramaba en el potro amestrado, sin perder el sombrero,  las botas y el mandato. Lo triste en este paisaje es que ese modelo de caudillo rural se traslada con facilidad a los círculos urbanos y especialmente en los de la eterna izquierda descafeinada que ha existido en Honduras y que se ha trasladado con facilidad pasmosa a las generaciones emergentes como nuevos cuadros que se sienten subyugados con esos populismos que trasladaron su hacienda rural a los pasillos y estructuras partidarias ahora como símbolos de la nueva izquierda latinoamericana. Vaya cosa, como para no dejar de escribirla.

Esa vieja guardia convertida en modelo de políticos a seguir van dejando su indeleble huella: amansar a los jóvenes dirigentes que se fraguaron en las rebeldías callejeras colocándolos audazmente en altos puestos de burócratas, o alistándolos en el proselitismo electoral. Estos nóveles líderes no tienen que emigrar de la izquierda en la que se fraguaron a la derecha. Porque ya están en la derecha, nadie los mueve de ahí, claro que sí, pero creyéndose profundamente que son de la nueva izquierda con su discurso todavía más radical que antes de ser burócratas.  Cómo no escribir sobre este raro y enigmático fenómeno de la nueva derecha con ínfulas de izquierda, y si no toca tan solo seguirlos, persiguiendo donde sea que se escuche al Silvio Rodríguez de aquella Trova que fue nueva y que encaja con estos nóveles de izquierda viviendo con la tranquilidad como ha vivido la derecha a costa de incautos.

Toca seguir poniendo la palabra por escrito, esas palabras que emergen con toda su fuerza de la voz de libertad y de canto rebelde en las nuevas generaciones femeninas que aman la vida con la fervorosa fuerza que se abre hacia el futuro, y van mandando al carajo las viejas normas patriarcales. Por eso hay que seguir escribiendo, porque la palabra escrita nos salva de los olvidos y del espanto de creer que todo sigue igual. Porque en una sociedad como la nuestra existen, siguen vivos y muy vivos los heraldos del machismo vestidos con pantalón y sombrero de vaquero y con el trato siempre de patrón de hacienda, deslizándose con disimulo y sin estribo por las redes sociales digitalizando la marca del caudillo en tiempos de bonos tecnológicos  y con celular en mano.

Las viejas generaciones se empecinan en convencer en tiempos digitales que aquí todo sigue igual. Y no es para menos. Hubo un juicio en Nueva York teniendo en el banquillo de los acusados como narcotraficante a quien fue presidente del Congreso Nacional, Presidente de la República por dos períodos fraudulentos, declarado culpable.  Y aquí no pasó nada. Tres semanas después la noticia apenas siguió apareciendo en alguna disimulada esquina de alguna red social o en los interiores de un despistado medio de comunicación tradicional. Y a los políticos desde los encumbrados cargos de los partidos, no solo no les interesa revolver el tema, sino que lo van constantemente sustituyendo por otros asuntos, sean campañas prematuras, crímenes incrustados en eso que llaman estado de excepción, construcción de ferrocarriles interoceánicos o aquellos mismo del lobo y el pastor, ya viene, ya viene la Cicih, viene y nada la detiene.

Y por mucho que digan que ya viene, si viene es a paso de tortuga, o como aquellas procesiones que van con el santo a cuestas con un paso adelante y dos para atrás. Esto toca escribirlo para que quede constancia de que no hay político de alta envergadura que diga que no quiere la Cicih, pero no hay político de alta vestidura que de verdad la empuje. Hace que la empuja, pero no la empuja; dice que la empuja pero la atora, grita que venga la Cicih pero la calla cuanto puede. Es como si la ONU hubiese dicho –parafraseando un viejo chiste–, oigan políticos catrachos, lanzo esta pluma de ave y al político que le caiga asume la responsabilidad de impulsar y asegurar la Cicih; entonces lanza la pluma y todos los políticos gritan siii que venga, pero todos simultáneamente soplan y soplan para que la pluma se quede en el aire, sin caerle a nadie, y cada quien lo hace para que a él no le caiga. Dicen que se entusiasman con su venida, siempre que sea amansada y sin dientes, porque por lo demás a todo político de altura le aterra que lo investiguen con independencia de la política y de los acumulados privilegios. Para que no se llegue a eso, defenderán una Cicih descafeinada o cooptada como prefieren llamarla los dueños de las nuevas narrativas que nada tienen que ver con esta narrativa que hoy me tiene aquí escribiendo porque me da la gana.

Escribo desde Honduras porque además de darme la gana es impensable no dejar de hacerlo para así evitar que el aire se me atragante ante tantas cargas de oscuridades que se ciernen sobre Honduras y la humanidad en general. Y porque en esas oscuridades se refugian las ambivalencias o hipocresías de quienes mandan en el mundo. No se puede ser indiferente a la escritura cuando un gobierno como el estadunidense invierte infinidad de millones en enviar armas para que Israel prosiga su genocidio contra el pueblo Palestino, bajo la excusa de acabar con los terroristas de Hamás, llevándose de encuentro a decenas de miles de niños, niñas, mujeres, ancianos con sus bombardeos indiscriminados a toda la población civil. Esto indigna hasta los tuétanos, y a veces nos queda tan solo el recurso de la narrativa –vieja o nueva, qué más da— para sacar esa impotencia, convertirla en palabra escrita, y si acaso hay tiempo y oportunidad divulgarla entre gente amiga también indignada. Pero más rabia provoca, y derecho tenemos a expresarla en palabra escrita, que ese mismo gobierno co-genocida, sin desplante y con la frente en alta, venga con un informe a acusar al gobierno hondureño de violador de los derechos humanos.

Aclaro las cosas. No tengo ningún interés en escribir para defender al gobierno porque –aun sabiendo que existen no pocos funcionarios comprometidos y que desprendidos de intereses personales buscan aportar al bien común desde el Estado–, razones sobran para señalar violaciones a los derechos de campesinos que son salvajemente desalojados de tierras que están en litigio, y por defender a altos empresarios, no dudan en lanzar tractores y máquinas para arrancar los sembrados, las champas y hasta lanzar al carajo los improvisados juguetes de los niños. No, no defiendo al gobierno, pero sí es repudiable que venga el Departamento de Estado de un gobierno teñido de sangre de civiles, es decir no combatientes, a decirnos cómo hemos de respetar los derechos humanos. Denunciar las guerras, el genocidio al pueblo palestino, llamar a que la gente de todo el mundo se una demandando un alto al fuego, así como hermosamente lo hacen los estudiantes de decenas de universidades en Estados Unidos, pero también en Europa y en Costa Rica y en México y en tantas otras ciudades del mundo, hace que tenga pleno sentido que uno se ponga a escribir.

Así ocurre igualmente con la necesidad de escribir para defender a la población migrante que se ha convertido en la avalancha más grande movilizada a través del planeta, esos trashumantes que desde el sur del planeta, van en éxodo desesperado hacia un Norte incierto, pero ciertamente carnicero, con su nostalgia y amor familiar a cuestas. Ellos y ellas, migrantes caminan con el alma triste y marchita, son pueblos, que a muchos de ellos los vemos cruzar con sus ojos tristes y pies cansados por nuestro territorio, con frecuencia maltratados como sobre dosis del maltrato al que ya están siendo sometidos desde que fueron pueblos humillados en su lugar de origen con discriminación y racismo.

Los migrantes son pueblos valientes, los más valientes del planeta, y también pacíficos, solo caminan hacia el norte, no para hacer la guerra, no para delinquir. Van caminando, lentamente pero seguros de que van a buscar empleo, y hacerlo dignamente en los trabajos que no hacen los gringos ni los europeos, pero serán trabajadores esenciales, cubren aquellas labores que sustentan a toda la sociedad del Norte, son los hacelotodo, carpinteros, aseadoras, cuidadores de ancianos, constructores, albañiles, electricistas, sembradores, limpiadores y cortadores de frutas.

Los migrantes son eso, trabajadores esenciales, sin los cuales el gran norte del mundo no podría vivir, acumular capital ni divertirse ni drogarse. Son pueblos que con su dignidad arañan empleo sin dañar a nadie, aunque los gobiernos del norte dañen su dignidad y los traten mucho peor que como tratan a los perros y a los gatos, con toda la dignidad que estos animales también han de ser tratados. Esos son los migrantes, los pueblos más humillados de la faz de la tierra, y por igual son los pueblos más valientes, pacíficos y trabajadores, en cuyas manos callosas y endurecidas descansa en gran medida el bienestar y descanso de los ricos del planeta. Y por esos pueblos mancillados por el racismo y la discriminación que existe con furia en el Norte carnicero, uno no puede dejar de escribir, es un compromiso con esos pueblos que tienen sus raíces en estas nuestras tierras de la profundidad de Haití, Venezuela, África, Colombia, Centroamérica y México, y por los que vale la pena apretar los dedos en la computadora para expresar en escritos lo que de esos pueblos llevamos en el corazón, como un tatuaje indeleble.

Escribo porque vivo agradecido. Cómo no escribir para agradecer por tantas expresiones de generosidad que brota de familias y comunidades que muy dueñas de su pobreza comparten con gestos que no los puede controlar el mercado. Son gestos que expresan las pequeñas y tiernas esperanzas de las personas y comunidades que comparten de lo que tienen para vivir y no de lo que les sobra. Escribo agradecido con la comunidad de La Milpa como le llamamos a quienes nos juntamos en torno a un trozo de tierra y la cultivamos y compartimos sin que medie dinero o ganancias. A mí esa experiencia me llena de mucha, así como la preocupación que muchas de esas personas, mujeres en su mayoría, se preocupan cuando la quebrada se va secando y siembran árboles y hortalizas y bajan aguacates y mangos para compartir con los vecinos. Es una parcela, la milpa, que se enlaza con mucha más gente que no puede estar presente porque tienen que ganarse la vida en un empleo que no les permite apartar tiempo para la comunidad de amigas y de amigos. Pero cómo no escribir para expresar la gratitud de la vida, cuando de pronto, después de que cada semana almorzamos con sopa de frijoles y verduras, aparece un ovejo que dicen que alguien de lejos, de por Estados Unidos ha compartido después de haberse enterado, para “que le echen a la olla colectiva”, según nos dijo. Así da mucho más gusto escribir porque toda la gratitud que me nace es porque en clave de mi fe es un regalo divino, del Señor de los amaneceres, lo disfruto y lo comparto mientras escribo.

Escribo porque me nace escribir al menos para defender la palabra, y que ella vuele con toda su libertad, como las aves que surcan los cielos sin ataduras, muy dueñas de sus alas, sus cantos y sus rutas migratorias. Así sueño con la palabra escrita, que se suelte y se haga expresar sin estar atada a una moral religiosa ni sometida a la censura de un Estado y menos de un partido político o de una gremio empresarial, ni siquiera para estar al son de intereses de grupos por muy populares que se confiesen. Si a algo o alguien habría que atar la palabra escrita, es al clamor de la población perdedora y que no es escuchada. La palabra escrita ha de estar con toda la libertad que brota de la conciencia sana para ponerse a ser la palabra a través de la cual se haga sentir la voz de quienes solo escuchan mandatos de quienes conducen las estructuras de poder que se sostienen sobre la base de tapar la boca rebelde de los pueblos oprimidos.

No hay palabra posible sin libertad para escribirla y sin autonomía para lanzarla al viento. Y cuanta falta hace esa libertad en los tiempos que corren, por ejemplo en esta nuestra Centroamérica con democracias al gusto y antojo de autócratas y populismos, de estados de excepción e híbridos de izquierda con olor a hacienda y con plumas vendidas y de otras que se arriesgan por alcanzar notoriedad y premios. Cuanta prevención y control de la palabra se ha cernido sobre los escritos que no calcen con los intereses de un gobierno, de un partido, de una empresa privada, de un potentado criminal o de analfabetas con olor a pólvora y poder de droga a cuestas. Lanzar la palabra escrita en plena libertad es exponerse al latrocinio oficial, a ser aplastado por algún poder que de pronto emerge como propietario de la verdad, y es ponerse bajo la mirada de cualquier ministerio francotirador en cualquier rincón centroamericano con la decisión precisa de disparar al corazón de la palabra escrita y dejarla por muerta con todo y su punto y coma. Una hazaña, de más está decir, por sí misma y para siempre inútil.  La palabra escrita seguirá surcando los aires, susurrando y también escribiendo a todo pulmón que nunca jamás habrá democracia sin libertad de expresión y sin la subversión de la palabra escrita.


P. Melo, incesante aprendiz de la palabra escrita,

mayo 2024