La dictadura oligárquica hondureña
El problema estructural de Honduras es la brutal desigualdad social. Cuando llega el año electoral vale la pena recordarlo, porque es el tiempo que abundan las promesas vacías y los discursos de buenos contra malos, de honestos contra corruptos y se olvidan de la concentración de la riqueza en pocas manos.
En las últimas tres décadas hemos experimentado que sale un gobierno de un color y entra otro con nueva bandera, pero el color de la desigualdad no cambia y en ocasiones se profundiza. Y no hablamos de la desigualdad como estadística, nos referimos al grupo de familias conductoras del poder político, económico e ideológico del país, quienes conducen la matriz financiera, extractiva, energética, maquilera, agroindustrial, mediática y del crimen organizado.
La experiencia de estos años nos advierte que estas familias no solo actúan contra el Estado, a veces son el Estado y en ocasiones toman decisiones por encima del Estado. En estos años hemos visto como han neutralizado la posibilidad de prohibir la minería a cielo abierto, son los principales opositores a la Ley de justicia tributaria y han bloqueado cualquier posibilidad de resolver el conflicto agrario a nivel nacional. Y sin duda alguna, son los principales aliados para que en este país se denuncie el tratado de extradición con Estados Unidos y socios en dilatar y torpedear la instalación la Comisión internacional contra la corrupción y la impunidad.
Ellos no se casan con ningún partido político y con ningún gobierno, sólo hacen negocios con ellos. Tal vez, aquí está su secreto. Viendo la historia de los presidentes que hemos tenido país, todos son parte de una u otra matriz de poder, por tanto, los gobiernos pasiva o activamente son parte central para sostener la cultura de corrupción e impunidad que sigue ahogando el país.
En 2022 tuvimos transición en casa presidencial y en los ministerios, pero no hubo ningún cambio en resortes conductores de la riqueza. Dejando en evidencia que gobiernos y partidos con narrativas duras y violentas o gobiernos con narrativas progresistas se enfrentan a una triste realidad: por un lado, caminan las elites conductoras y, por otro, van las bases que votan por ellos. Democratizar la política y politizar la sociedad sigue siendo la deuda histórica.
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