

Salud y milagros
Doña Carmen, mes a mes, hace largas colas en el hospital público para buscar algo de alivio a los intensos dolores que sufre en sus huesos. “Si yo tuviera pisto, buscaría una clínica privada, pero lo que nos cae en la casa ni siquiera alcanza para comer, menos para pagar doctores y comprar medicinas”, dice con angustia.
Desde muy temprano emprende camino a la consulta. Cada mes es un tormento, como cada día son más tormentosos sus dolores. Apoyada con una de sus nietas, doña Carmen hace la enorme fila para registrarse, y después viene la espera a que llegue el médico para que la atienda. Puede que llegue, puede que no llegue, o que llegue a saber hasta qué hora. Al fin y al cabo, el médico es el que sabe.
Una vez en su turno, doña Carmen ha de esperar que se opere otro milagro: que el médico la trate como un ser humano, que al menos la salud y que la mire a los ojos. Pero los tiempos que corren no son para milagros. El médico la mira viendo para ora parte, le receta cualquier medicamento que doña Carmen deberá comprar en la farmacia, y al cabo de cinco minutos termina la consulta, faltan muchos pacientes y el médico está impaciente.
La historia de doña Carmen es la de Pedro, María, Juan y José. Son los mismos que no tienen ni comida, ni tierra, ni empleo, ni vivienda. Y tiene que dar el voto a cualquiera que le prometa que le resolverá su problema de salud. Así ha sido toda la vida para doña Carmen. Los centros hospitalarios son propiedad de políticos y diputados. Ellos deciden sobre las plazas, incluyendo sobre el director del hospital. El criterio nunca es la competencia profesional sino la lealtad a un determinado partido o a un caudillo.
En las campañas políticas, la promesa de salud retumba en montañas y valles, veredas y cañadas. Un Ministro de salud cualquiera, prometió abastecimiento de medicamentos, contratación de personal y la extensión de servicios y horarios. Muchos otros han prometido hasta nuevos presupuestos para medicinas y equipamiento. Y todas las promesas antiguas y presentes fueron como pajas que se las llevó el viento.
Los políticos convierten su paja en auténticos milagros, porque por arte de encanto y de milagros aumentan sus cuentas bancarias. Quien no sabe de milagros es Doña Carmen. Los hospitales y centros de salud siguen siendo un amasijo de ingratitudes, aunque haya muchas promesas de cambios. La atención a la enfermedad es un lujo que muy pocos pueden pagar.
El sistema de salud pública necesita cambios profundos. Cuánto de hermoso sería el milagro de lograr acuerdos nacionales que garanticen que doña Carmen y toda la gente enferma tengan la plena seguridad de que sus dolencias serán atendidas con eficacia y dignidad. Esos son los milagros que queremos ver. Porque las promesas de políticos convertidas en lujos y fortunas particulares, son milagros de los que ya doña Carmen está harta.
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