Uno de estos días fuimos testigos del robo de un reloj de puño en un parque de una de las ciudades de nuestro Valle de Sula. El ladrón fue perseguido sin piedad por varias decenas de personas en bullaranga abierta por las principales calles del poblado, hasta que al fin fue capturado, el reloj recuperado y el hechor, un hombre flaco, con ojos de angustia, conducido orgullosamente por los improvisados captores a la posta policial.

«Ojalá un día –se le oyó decir a un vagabundo que no tenía nada que perder– igual como a este pobre ladrón de la calle, el pueblo entero se ponga a perseguir por estas mismas calles y por las oficinas públicas a los verdaderos ladrones, políticos y funcionarios públicos, a los que para seguir robando persiguen sin piedad a los que roban por comer».

Algo de fondo ha de cambiar en la sociedad. No sólo han de ser cambios en las leyes y en las estructuras del Estado, lo cual ya sería un paso muy grande. Los cambios han de estar acompañados de actitudes y de valores. ¿Por qué solo los pobres van a parar a la cárcel? ¿Por qué solo a los pobres se les persigue con saña?  ¿Por qué millones de personas se hunden en la miseria mientras unas pocas familias nadan en las riquezas? Sin duda hay un factor decisivo en la base de estas preguntas: el binomio corrupción/ impunidad, que está presente en las estructuras e instituciones, pero tiene su asiento en el corazón humano.

De acuerdo a la fe cristiana y a la ética más elemental, la corrupción tiene que ver con el uso perverso de los bienes de la creación y con todo aquello que adultera la convivencia justa y transparente entre las personas. La corrupción tiene su origen en el corazón humano, y desde ahí brotan dinamismos que se convierten en injusticias sociales y en el uso perverso de los recursos para satisfacción de intereses egoístas. Por eso, Juan el Bautista llama a la conversión, es decir, a cambios de actitudes, cambios de mentalidad. No basta con reformar leyes. Si no hay cambios de actitudes, la dinámica de corrupción acabará carcomiendo las leyes y las instituciones.

Existen corrupciones de diferentes clases y en distintos ámbitos y que, como los ríos, las hay caudalosas, medianas y más chiquitas. Sin embargo, la más perniciosa de las corrupciones, la que afecta a la vida política y a las instituciones del Estado, es la que los analistas llaman corrupción patrimonial que en esencia significa la utilización del poder político como medio de enriquecimiento ilícito. Esta corrupción se basa en el uso del Estado para emplear familiares y para desviar fondos del origen para el cual han sido destinados.

La corrupción patrimonial tiene unas características propias. Quien las práctica no es un delincuente callejero ni vive en las casas pobres de la aldea o en un barrio marginal. Al contrario reside en zonas elegantes, es persona conocida y pasa y se presenta como honrada y honorable. Participa en los actos sociales importantes; puede que pertenezca a clubes o asociaciones que integran «las fuerzas vivas» de la sociedad. Son personas con mucha prestancia, seguramente devotos católicos o de esas mega iglesias, o es un dedicado político del partido tal o del partido cual, que se acerca a nosotros para hablarnos con pasión sobre cómo sacar al país de la crisis, y a veces hasta empuña las manos para asegurar que combatirá la corrupción, como una de sus medidas urgentes a tomar.

Para el evangelio siempre hay oportunidades para comenzar, y por muy difícil que parezca la erradicación de la corrupción, Jesús siempre pone su confianza en las personas. En el evangelio de Lucas encontramos un pasaje hermoso, en el cual se nos presenta un modelo de la conversión. Se trata de la conversión del acaudalado cobrador de impuestos de nombre Zaqueo: “Zaqueo era jefe de los cobradores de impuestos y muy rico. Quería ver cómo era Jesús, pero no lo alcanzaba en medio de tanta gente, por ser de baja estatura. Entonces corrió adelante y se subió a un árbol para verlo…Cuando llegó a ese lugar, Jesús levantó los ojos y le dijo: ‘Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que quedarme en tu casa’. Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría. Todos entonces se pusieron a criticar y a decir: ‘Se fue a alojar en casa de un pecador’. Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: ‘Señor, voy  a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y a quien he exigido algo injustamente le devolveré cuatro veces más’” (Lucas 19, 2-8).

Jesús se acerca a quien necesita cambiar de actitudes y cambiar de camino. Pero es necesario que la persona ponga de su parte. Zaqueo tomó la iniciativa de buscar a Jesús, y luego la conversión tiene evidentes y comprobados signos. Zaqueo se decide por hacer frente al daño que ocasionó a los demás. No se trata de una conversión intimista. Para erradicar la corrupción, el cambio del corrupto ha de tener manifestaciones sociales y objetivas. Zaqueo reparó el daño que cometió, reparó el robo devolviendo mucho más de lo que había robado.

En la realidad, la conversión es muy difícil, porque no se trata sólo de estar bien con Dios de manera subjetiva, sino estar bien con la sociedad sometiéndonos a la justicia. Jesús mismo se sintió muchas veces frustrado por la dureza del corazón de quienes debían cambiar de actitud por su dinámica corrupta, y por el uso de la religión y de la esfera divina para legitimar el uso perverso e los bienes y de la autoridad.

El evangelio trastoca todas las lógicas que se sustentan en la pura condición humana. Cuestiona el orden establecido por quienes tienen poder, y propone una manera nueva y radical para vivir y para relacionarse. Una persona verdaderamente cristiana inevitablemente acabará teniendo problemas con quienes tienen poder y riquezas, y con quienes usan la religión para sostener sus comodidades.