Una persona a la que proclamamos popularmente como Mártir ha sido ante todo una persona de carne y hueso, con sus virtudes pero también con sus defectos, con sus fuerzas pero también con sus debilidades. Es una persona a la que hemos conocido muy metida en la realidad de la vida cotidiana, y en ella supo encontrar fuerzas para ver más allá de lo cotidiano.

Una persona a la que proclamamos mártir es aquella que por defender o abanderar una causa fue muy querida por gente humilde, honrada y éticamente comprometida, y por igual muy mal vista, desacreditada, cuestionada, discriminada, maltratada, denunciada y enjuiciada, condenada por el sector de los bien situados en la sociedad.

Una persona a la que confesamos mártir nunca se lo cruzó por su mente que quería ser mártir, ni buscó que la mataran, porque en esencia esa persona amó intensamente la vida, fue apasionada de la vida, y por eso mismo en ningún momento se le ocurrió morir o que la mataran. Sirvió y defendió a los demás y punto. Al contrario, quiso vivir en profundidad porque buscó preservar la vida, y la defendió, la suya y la de los demás. Este amor por la vida no se redujo en proteger su vida individualmente, sino que buscó defender y proteger la vida amenazada de otras personas, comunidades o grupos vulnerables. Un mártir fue un ardiente defensor de la vida.

Una persona a la que proclamamos mártir ha sido ante todo una persona incomprendida, a veces no solo por las élites y los potentados, sino también por personas, grupos y sectores populares, incluso por gente cercana y de la propia familia. Antes de haber sido perseguida, capturada o asesinada, una persona mártir fue antes calumniada, le levantaron falsos testimonios con el fin de desacreditar y desprestigiar su persona.

Una persona a la que proclamamos mártir es aquella que antes de haber sido asesinada arriesgó su vida hasta el extremo, no se basó en cálculos,  se salió de los moldes ordinarios de las prudencias y finalmente se jugó la vida por los demás, por lo que creía, y dio testimonio con su vida de que lo importante no era proteger su vida personal, sino proteger la vida y la dignidad de muchas personas, comunidades, grupos humanos oprimidos y derechos de todo el pueblo.

Una persona a la que confesamos como mártir fue ante todo víctima de un cruel asesinato, una persona a la que vimos con su cuerpo destrozado, que sufrió en carne propia las heridas en su cuerpo. Ninguna confesión de martirio puede hacer desaparecer la realidad cruenta de la muerte violenta.

Una persona mártir ha sido precedida por el dolor y frustración que provoca en mucha gente su muerte. La gente ha llorado hasta la angustia el asesinato de la persona a la que luego llamaremos mártir. Pero una vez que hemos visto su cuerpo inerte o nos hemos enterado con desesperación de su asesinato, comienza de inmediato el proceso personal, comunitario y social para interiorizar esa vida arrancada.

Una vez que hemos llorado y experimentado la ausencia de esa persona que fue arrancada violentamente de nuestro lado, comenzamos el proceso de convertir las lágrimas en reconocimiento de su vida como entrega y como oblación, y hasta interiorizamos que esa persona fue asesinada por defender nuestra causa, que ella murió por nosotros. Entonces balbucimos primero, hasta convertir en frases y testimonios de que esa persona fue asesinada por su compromiso, y su muerte no puede quedar en el horror ni en el dolor. Su muerte adquiere un sentido para nuestras vidas. Así pasamos entonces a confesarla como mártir.

Cuando experimentamos que la muerte incruenta de una persona tan valiosa como la que proclamamos mártir no puede morir en vano ni quedar en el olvido, entonces comenzamos a experimentar una fuerza personal y comunitaria que nos conduce a descubrir que no tenemos otro camino que tratar de que nuestra vida se parezca un poco a esa vida que ya no está, y que lo que hagamos sea en seguimiento a la causa y los valores por los que esa persona fue asesinada y por la que entregó su vida.

Una persona mártir es así un testigo de la fe, testigo de la vida y testigo de un mundo en libertad que ha de emerger no desde el individualismo, ni desde el brillo del capital, ni desde el mercado, ni desde el consumismo y extractivismo. Un mundo en libertad ha de emerger desde los valores del reino de justicia, verdad, amor, solidaridad, generosidad y gratuidad. Por esos valores dieron su vida las personas a las que hoy confesamos mártires del pueblo, mártires de la Iglesia.

Puesto que conocimos y anduvimos con Carlos Escaleras, Berta Cáceres y Juan López, con sus virtudes y sus defectos, con sus sabores y sus sinsabores, damos testimonio hoy de su vida y su entrega por encima de sus defectos. Sus deficiencias humanas se han suplido con su generosidad y su entrega, y la sangre que derramaron purificó sus incoherencias, y con su sangre se acrisoló su martirio. Y puesto que sabemos de las personas de las que estamos dando testimonio, hoy los proclamamos y los confesamos como mártires del pueblo.