En silencio y tratando de pasar desapercibida, se acuesta lentamente en el viejo y mugriento colchón que ha colocado estratégicamente cerca de la puerta que da acceso a la celda que comparte con 23 mujeres más. Finge dormir, pero está más consciente que nunca. Está con un ojo abierto y el otro cerrado, como se dice popularmente en Honduras. Al mínimo ruido se pone a la defensiva, mientras un escalofrío le invade al imaginar que ésta podría ser su última noche.
Así son las noches de Cindy, una joven de apenas 25 años, integrante activa de la Mara Salvatrucha (MS), quien lleva 7 años recluida por ser considerada responsable de delitos de extorsión, robo y tentativa de homicidio. Sus primeros dos años en prisión los pasó en la Penitenciaría Nacional de Adaptación Social (PNFAS), pero fue trasladada a una granja penal después de ser apuñalada dos veces por orden de integrantes de la Pandilla 18.
Aunque su semblante irradiaba alegría y cordialidad, sus ojos exploraban constantemente el entorno con cautela. Había aprendido la dura lección de no confiar plenamente en nadie. El recuerdo de aquella segunda vez aún la atormentaba: el patio de la prisión, el sol colándose entre los barrotes, y de repente, el repentino ataque de dos reclusas armadas con una navaja.
Ahora, en una nueva instalación penitenciaria, se encontraba sentada en el área de cocina, donde cada movimiento ajeno desencadenaba una alerta silenciosa en su mente. Observaba con suspicacia a quienes compartían ese espacio, su mirada perdida reflejando una mezcla de desconfianza y resignación ante un mundo que parecía conspirar en su contra.
Por un fugaz momento, nos mira y se disculpa por su distracción. Aunque accede a contarnos su historia, nos advierte con firmeza que no confía en nadie, ni siquiera en nosotros, porque esta vida la ha tratado con los pies, como si fuera una basura o un objeto sin valor.
Un espectáculo de dolor
Cindy vivía con su mamá, papá y dos hermanos menores en una zona de la capital disputada y controlada por maras y pandillas. Hace varios años, su padre dejó de trabajar debido a problemas con el alcohol. La única que trabajaba, lavando ropa y reciclando plástico, era su mamá, mientras Cindy, quien en ese entonces tenía apenas 12 años, se quedaba cuidando a sus hermanitos y preparando algo de comida.
Pero un día, un circo «Caquero», como se les llama a esos espectáculos de mala muerte, se instaló a unas cuantas cuadras de su casa. Sin pensarlo mucho, y como toda joven astuta con necesidades económicas, Cindy decidió conseguir unas cuantas naranjas, prepararlas y salir a vender en una esquina cercana al circo. Su plan funcionó bien durante una semana, hasta que unos hombres que trabajaban como payasos comenzaron a decirle cosas obscenas sobre su cuerpo, que aún era el de una niña.
Cuando llegó el último día de función, Cindy estaba lista con las naranjas en mano para venderlas. Para su sorpresa, los hombres del circo le permitieron entrar para vender y disfrutar del espectáculo. Al finalizar, le pidieron recoger la basura, ya que muchas de sus naranjas se habían vendido dentro del circo. Cindy accedió sin sospechar nada malo, pensando que no pasaría nada si se quedaba un rato más ayudando a limpiar los desperdicios que dejaron quienes se habían hartado las naranjas. Sin embargo, los hombres del circo, que según recuerda Cindy eran cuatro y tenían otros planes.
Fue atada a una de las bases de madera que sostenía la carpa del circo para ser abusada sexualmente durante horas. No recuerda claramente lo que pasaba por su mente. El dolor, que la quebraba por dentro y por fuera, fue tan intenso que la mantuvo inconsciente hasta el día siguiente. Cuando finalmente pudo despertar, se encontró entre montones de basura, con la ropa ensangrentada y sucia. No podía ponerse de pie. No había nadie a su alrededor, ni siquiera la carpa maltrecha de esa pesadilla; sus agresores se habían marchado, llevándose consigo la vida y los sueños que alguna vez tuvo.
Como pudo, Cindy llegó a casa. Su mamá la esperaba furiosa, lista para castigarla por no regresar a dormir. Su papá yacía tirado en el suelo, embriagado, ajeno a todo. Al contar lo que le había ocurrido, la responsabilizaron y la echaron a la calle como si fuera culpable de su propia desgracia. Recuerda a su mamá gritándole que se fuera con aquellos hombres, insinuando que ella misma había buscado lo que le sucedió. Era solo una niña, sin saber qué hacer, y con la calle como única opción para pasar la siguiente noche.
Hoy Cindy recuerda con amargura el rechazo de su familia, pero con orgullo evoca la protección que la mara MS le ha brindado, a pesar de las implicaciones que esto conlleva y de la persona en la que se ha convertido. Mientras estamos aquí, conversando en esta prisión que ella despectivamente llama «una mierda», Cindy afirma con determinación: «Soy activa y la mara es mi hogar». Sin embargo, nos advierte con firmeza que no hagamos preguntas evidentes. Solo nos deja entrever que ganarse un lugar en la mara tampoco fue tarea sencilla para ella.
Sobrevivir en prisión
Hace 7 años que está encarcelada. Relata que en PNFAS las cosas pueden parecer bonitas en apariencia, pero las mujeres deben estar siempre alertas porque en cualquier momento pueden ser apuñaladas o recibir un disparo. Aunque las reclusas están separadas por categorías en diferentes módulos, cuando hay dinero de por medio, cualquiera puede matarte, incluso «un policía o alguien del otro lado», dijo haciendo referencia a los reclusos de la prisión contigua.
Antes de llegar a prisión, Cindy fue madre por primera vez. Su hijo, a quien solo vio dos veces, fue llevado por otra pareja de mareros a la frontera de México con Estados Unidos por orden de sus superiores. No sabe qué fue de él. A veces cree soñarlo en un río, donde hablan y se bañan juntos. Es una ilusión recurrente que no quisiera que terminara, pero despierta para enfrentar su pesadilla.
La segunda vez que quedó embarazada fue estando en prisión. No sabe si fue de un policía, militar o de algún privado de libertad de su misma mara. El abuso ha sido una constante en su vida y, aunque ahora sea una mujer violenta, la violencia ejercida por los hombres siempre está presente y es dominante. Le tocó parir en PNFAS, y no sabe si su bebé corrió con la misma suerte del primero. Solo sabe que la obligaron a entregarlo.
Actualmente, Cindy se encuentra en una granja penal al norte de Honduras. En esta prisión, la mayoría de las mujeres están encarceladas por delitos comunes y no por pertenecer a estructuras criminales. Las celdas son pequeñas habitaciones donde yacen hacinadas 24 mujeres, tres de ellas son integrantes de la Pandilla 18, que la han sentenciado a muerte por ser la única perteneciente a la Mara Salvatrucha (MS).
Aquí, Cindy lleva cinco años intentando pasar desapercibida para evitar que sus enemigas la eliminen en cualquier oportunidad. La rivalidad feroz entre estas dos bandas criminales convierte, especialmente a las mujeres, en blancos vulnerables, a menudo solo para garantizar privilegios a los hombres que lideran las estructuras tanto fuera como dentro de las prisiones.
La organización Human Rights Watch, en su informe “Honduras: eventos 2021”, ofrece una radiografía detallada del sistema penitenciario en el país. Destaca que, a septiembre de 2021, más de 21,000 personas estaban privadas de libertad en centros con una capacidad inferior a 11,000 personas. Más de la mitad de los hombres detenidos y dos terceras partes de las mujeres detenidas se encontraban en prisión preventiva, lo que significa que no estaban condenadas. El hacinamiento, la alimentación inadecuada, la higiene deficiente, las golpizas, la violencia de las pandillas y los asesinatos son problemas endémicos en las cárceles, según el informe.
Además, entre 2003 y 2019, el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (Conadeh) registró 1.050 muertes violentas de privados de libertad, sin que hasta ahora se vislumbre una solución a la inseguridad que impera en las 25 cárceles del Sistema Penitenciario, muchas de ellas controladas por pandillas. La masacre de 46 mujeres en la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social (PNFAS), el 20 de junio de 2023, asesinadas bajo custodia estatal, es una de las peores tragedias ocurridas en el único centro penitenciario de mujeres en Honduras.
Para Cindy, revivir su historia es como abrir una herida que nunca ha sanado. Cada vez que lo hace, el dolor y el rencor la invaden, transformando su rostro en una máscara de sufrimiento. No puede evitar que sus ojos se vuelvan opacos y su voz se quiebre. En un intento por protegerse, se vuelve fría e indiferente, cortando la conversación abruptamente.
Rápidamente, se dirige a su rincón habitual, su celda, un lugar sombrío donde intenta pasar desapercibida. Lleva siete largos años recluida, esperando una sentencia condenatoria que parece nunca llegar. En su mente, las preguntas se arremolinan, pero las respuestas siempre se escabullen, dejándola en un limbo de desesperanza porque sabe que puede ser asesinada en cualquier momento y pasar a ser una cifra estadística sin importancia.