La vulnerabilidad es tan honda y vinculada a las realidades humanas, sociales y políticas que cada fenómeno natural ordinario es ocasión para nuevos desastres socioambientales. ¿Es porque así lo quiere Dios o porque así nos castiga?
No echemos a Dios la culpa de lo que los seres humanos hemos provocado. En Honduras ha quedado confirmado que los desastres ocurren porque se combinan casi de manera perversa fenómenos naturales con la falta de previsión de los seres humanos, especialmente los que tienen responsabilidades en los gobiernos centrales y en los gobiernos locales. Honduras y Centroamérica somos una región que no está preparada para hacer frente a tormentas, huracanes o terremotos, porque somos una típica sociedad vulnerable, puesto que se encuentra predispuesta física, social, económica y política a sufrir daños o pérdidas en el momento de materializarse un terremoto, un huracán o una tormenta tropical.
No depositemos en Dios lo que es responsabilidad humana. La experiencia nos dice que ningún desastre tras un fenómeno natural está desvinculado de las decisiones políticas y económicas de las sociedades. En el caso de Honduras los desastres forman parte del paisaje de la deteriorada vida de la población, y golpean de frente y casi exclusivamente a los sectores que en asuntos de distribución de los bienes llevan la peor parte.
La vulnerabilidad aumenta mientras aumenta la pobreza, y cuando se hace uso indiscriminado o se manipulan sin control los bienes naturales y el medio ambiente. Nos toca luchar porque se revierta el desequilibrio que se ha dado en la naturaleza y que pone en peligro el planeta entero. Viene muy bien recordar las orientaciones de la Doctrina Social de la Iglesia, la cual nos dice lo siguiente: “Nadie puede disponer arbitrariamente de la tierra y sus recursos, sometiéndola sin reservas a su voluntad, como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que la persona puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar”.
En lugar de colaborar con Dios en la obra de la creación, orientamos nuestro quehacer en la destrucción y deterioro del medio ambiente, al final suplantamos a Dios y con ello provocamos la rebelión de la naturaleza, que es justamente lo que observamos y sufrimos en tiempos de inundaciones o de sequías. La naturaleza se rebela en contra de la acción destructora de nosotros como seres humanos.
El desafío que debía unirnos a todos los sectores de la sociedad es la de reconstruir nuestro hogar común, ese ambiente, ese pedazo de planeta que nos toca cuidar. Concluimos con un rotundo Sí a un sistema que rehaga las relaciones entre los seres humanos, el ambiente y la naturaleza, que respetemos los derechos de la madre tierra así como hemos de respetar los derechos humanos. La tierra es nuestra casa común, y hemos de colaborar para que esta casa obra creadora de Dios sea sacramento de la presencia amorosa del Dios que nos regala la Vida.
El tiempo actual es oportuno para defender el medioambiente y los bienes naturales, tiempo para que la población asuma para su defensa y de aunar esfuerzos públicos y privados para evitar y reducir los desastres. En esta tarea ningún esfuerzo está demás, por mínimo que éste sea.
El camino lo van trazando muchas comunidades en distintas zonas del país. La lucha por el medio ambiente es un formidable signo de nuestros tiempos, y se abre como oportunidad para redefinir nuestra fe en Dios, la misión de la Iglesia y la identidad del movimiento social y popular, en el marco de la lucha mayor de construir un modelo social, ambiental, político y económico que desarrolle las capacidades humanas y ambientales para que los fenómenos naturales en lugar de ser una amenaza y sinónimo de desastres sean oportunidades para crecer en solidaridad e identidad como pueblos. Y así descubrir que cuando cuidamos la naturaleza, disminuyen los desastres y emerge el brillo de la Gloria de Dios.