Refundar por igual personas y estructuras
En nuestro mundo de valores patas arriba, la importancia de una persona está en proporción directa a sus pertenencias e influencias políticas. Un día un médico con un fuerte respaldo político mató con su propia pistola a un joven. Como el médico era muy rico y con fuerte incidencia política, por eso mismo muy importante, los medios de comunicación no difundieron la noticia; un pastor evangélico lo protegió en su casa y el juez demostró con testigos y pruebas de que el día y la hora del hecho criminal el médico se encontraba fuera del país.
Cuando la institucionalidad legal es precaria, no es extraño que quienes tienen acceso a dineros públicos sientan que han encontrado un excelente camino para beneficios personales o familiares. Todos son honradísimos y de gran criterio moral, y cuando se les da oportunidad extienden ayudas y limosnas a las iglesias porque así no solo calman sus conciencias, sino que su impunidad queda fortalecida bajo el manto de la piedad caritativa.
En una sociedad como la nuestra, basta que una persona tenga suficiente influencia política o económica para que la corrupción no signifique ningún problema. Los profesionales del derecho se encargan de crear un blindaje jurídico a su alrededor. La corrupción misma se convierte en factor de mayor influencia en la sociedad. Las acciones y conferencias contra la corrupción suelen ser organizadas por gentes que usan sus cargos y distinciones para tapar dinámicas corruptas, o para dar legitimidad a quienes delinquen de manera elegante.
Cuando se extienden requerimientos fiscales en contra de alguno de estos altos personajes, todo mundo se sorprende, y casi de inmediato saltan las preguntas: ¿qué se estará negociando? ¿Por qué cayó en desgracia? ¿Es acaso una decisión política para beneficiar a algún partido o dirigente político? En los hechos las cárceles están llenas de corruptos chiquititos. Los auténticos corruptos tienen tanta importancia que logran influir para el nombramiento de fiscales condescendientes y jueces que juzgarán “bajo esa sensación de ternura que produce el dinero”.
En nuestro país hemos llegado al más fino nivel de la corrupción. La corrupción brutal y descarada ha quedado adornada de sutilezas, se hace con finura, con sonrisa y lenguaje noble de entrega y servicio a la democracia. Esta es la fase superior de la corrupción patrimonialista. Es corrupción como la de antes, claro, pero con mayor institucionalidad camuflada, y se nutre incluso de quienes conforman instancias de auditoría social y transparencia.
La ciudadanía tiene la percepción de que los partidos políticos y sus candidatos son primordialmente maquinarias productoras de corrupción. Nuestro país está necesitado de dirigencias políticas que den testimonio personal de que usan los bienes públicos y los de sus organizaciones con austeridad y auténtica transparencia. Solo de esa manera podremos hablar de refundar la sociedad. No se puede refundar ninguna institución mientras no experimentemos refundaciones humanas, personales, éticas que se manifiesten en entregas generosas que no buscan ningún tipo de retribución o ventaja.
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