Una familia hondureña
Y viviendo angustias en la aldea emigraron a la ciudad a vivir en una cuartería. Ambrosio e Isabel dormían en un cartón y aguantaban un terrible calor porque el trabajo de ayudante de albañil y con la venta de tortillas no lograban tener para comprar ventilador. En las noches de insomnio, que eran casi todas las noches, platicaban bajito y lloraban añorando su ranchito con el ruido de los animales de corral, el canto de los pájaros y la leche y cuajada de las dos vaquitas que ordeñaban.
Ambrosio logró emplearse como vigilante en una agencia de seguridad que le pagaban tres mil lempiras al mes y le aseguraban vacaciones y seguridad social. Así trabajó diez años, y al menos en tres ocasiones estuvo a punto de perder la vida por asaltos. Un día recibió un balazo en la pierna, en un ambiente de miedo e inseguridad permanente.
Su esposa Isabel siguió con la venta de tortillas, logró comprar una máquina manual y a ella se unieron dos mujeres más y así vendían muchas tortillas a las obreras de una maquila cercana. Logró ahorrar, y cuando cumplieron once años de vivir en la ciudad, ella encaró a su esposo: o se regresaban a la aldea o se morían de angustia en la ciudad. Con el poco dinero ahorrado regresaron a la aldea, arreglaron su champa, compraron gallinas y una vaquilla y comenzaron de nuevo la lucha por la vida.
Una de sus hijas estuvo a punto de enrolarse en una mara en San Pedro Sula, pero la mamá la logró sacar a tiempo. La jovencita ingresó a la policía en donde estuvo 12 años, y después de sufrir muchos abusos, decidió emigrar a España. Mientras trabajaba cuidando a una anciana, vino la pandemia, la ingresaron al hospital donde murió contagiada por el virus. Sus padres lograron recibir las cenizas, y las guardan en un sagrado nicho en el fondo de su champa en la aldea de montaña.
Cuando Ambrosio fue al aeropuerto a recibir las cenizas, muchísima gente se amontonaba con globos en mano para recibir y dar abrazos a sus familiares que regresaban del viejo continente. En aquella algarabía, Ambrosio guardaba silencio en una esquina del aeropuerto. Un amigo que lo acompañaba elevó la voz con claridad y firmeza: “Ustedes esperan a sus familiares para abrazarlos, este hombre lo que espera son las cenizas de su hija”. La sala del aeropuerto de llenó de silencio solidario.
Así va la vida de una familia en una Honduras con su paisaje de angustias. Y como ella se cuentan decenas de miles de familias, no porque ellas sean disfuncionales, sino porque la inmensa mayoría de nuestras familias nacen en una sociedad organizada desde la disfuncionalidad humana, social y económica. Ninguna solidaridad eclesial y oficial se podrá entender sin hacer frente al desafío de romper con esta perversa e infernal disfuncionalidad.
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