Para la sociedad en la que vivió Jesús –igual que en la nuestra— la familia tenía sin duda un altísimo valor. Era el núcleo fundamental para toda persona. Tanto que el amor primero debía expresarse en la relación con los familiares más cercanos. Era tan importante la familia que el núcleo de la mamá, el papá y los hijos se extendía  a la familia más amplia, de manera que los primos y primas eran considerados dentro de aquella cultura como hermanos y hermanas.

Siendo así de importante, quizá pueda parecer chocante el episodio evangélico cuando Jesús responde a quienes llegan para decirle que afuera lo buscan su madre y sus hermanos. Sin embargo, nada más lejos que un desprecio a la familia. Al contrario, siendo la familia tan importante para Jesús, la pone en relación con la misión del reino. No es que se contrasten amores. No, lo que Jesús hace es situar el amor a la familia en el marco de un amor más absoluto: el amor del reino, el amor a la voluntad del Padre.

Jesús abre la realidad de la familia a un compromiso mucho más amplio que al propio de la sangre y de apellido. El único absoluto es el reino, todo lo demás cobra su sentido y plenitud si se sitúa en la perspectiva del Reino. La familia adquiere toda su dimensión y riqueza en la medida en que sus miembros pongan todo su amor al servicio del amor de Dios. Esta dimensión es la que rompe con el egoísmo de los núcleos cerrados y del sectarismo. El amor que se queda encerrado exclusivamente en la familia, puede saturarse de una excesiva dosis de egoísmo, porque los recursos, los intereses, las previsiones presentes y futuras se ponen al servicio de un pequeño grupo de personas, y nos cierra a la escucha de las necesidades de muchas otras personas.

Cuando encerramos el amor sólo dentro de la familia de sangre, entonces pueden suceder situaciones tan dispares en la sociedad hasta generar injusticias y desigualdades. Podemos tener, y legalmente establecer, a familias que cuentan con todo, y mucho más de la cuenta que incluso se despilfarra, y a la par tenemos a familias que no tienen absolutamente nada para comer ni para curar de enfermedades a los niños ni mucho menos para estudiar o para tener diversiones sanas.

Sin embargo, todo es legal, y nadie se siente responsable. Ninguna familia se siente responsable del abismo de injusticia que separa a unas familias de otras. Todo está legalmente establecido, porque existe la propiedad privada y los derechos establecidos para proteger los derechos e intereses de las familias. Y si alguien que no es de la familia, quizás por hambre, busca apropiarse de algo de comida o de algún otro recurso de otra familia, entonces se le condena y se le lleva a la cárcel por ladrón.

Qué nos dice el evangelio de Jesús: Que lo que ha de guiar a cualquier amor humano ha de ser el amor al reino y a la voluntad del Padre que quiere que todos vivamos con la dignidad de hijos e hijas de Dios. Y que en la familia lo importante es poner el amor por construir la gran familia de Dios, que pasa por un compromiso bien concreto por los míos que están más cerca, pero no se queda ahí, sino que se abre a las otras familias, y como familia de Dios establecemos relaciones armoniosas con nuestra madre tierra a la que nos toca cuidar y defender. Porque tengo tanta responsabilidad con los míos de sangre y apellido como con los demás que no tienen los suficientes recursos para vivir dignamente.

La gran invitación: vivir el amor de la familia con las puertas abiertas para que todos seamos corresponsables de una sociedad en donde toda la gente tenga el mismo derecho a vivir con la dignidad del Dios misericordioso y justo. Y ojalá entonces así todos gocemos de las mismas oportunidades y todos corramos los mismos riesgos.