Joaquín A. Mejía Rivera


Sin ánimo de representar a la diversidad de personas y formas de ejercer la defensa de los derechos humanos, quiero reflexionar sobre lo que implica defenderlos en países como Honduras, tomando en cuenta mi experiencia personal y la de muchas compañeras y compañeros con quienes compartimos esta lucha desde el ERIC-SJ, Radio Progreso, el EJDH, la Coalición contra la Impunidad o la Mesa de Seguimiento de Sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

En primer lugar, creo que todos y todas podríamos compartir lo que dijeron nuestros ex colegas y compañeros del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), Luis Carlos Buob y Marta González, quienes hace algunos años fueron víctimas de negación arbitraria de ingreso y expulsión ilegal de Nicaragua, de agresiones físicas y morales, y de falta de garantía de su derecho a la defensa y a la asistencia consular por parte del régimen Ortega-Murillo.

Defendemos derechos humanos porque es una forma de mostrar nuestra indignación ante lo injusto y el sufrimiento ajeno, particularmente de las personas y grupos más vulnerabilizados de la sociedad. También es una manera de vivir y estar en un permanente aprendizaje de humanidad, de solidaridad, de coherencia y de ética.

En otras palabras, trabajar en derechos humanos es aspirar a construir sociedades en donde la gente pueda tener garantizadas las condiciones para vivir con dignidad, esto es, salud, libertad de conciencia, educación, libertad de expresión, empleo digno, seguridad, ambiente sano, libertad de reunión, vivienda digna, entre otras.

En segundo lugar, lo anterior implica estar consciente de los factores externos e internos que vuelven más compleja nuestra labor. Entre los factores externos están los riesgos y los prejuicios que existen: no solo se nos acusa de defender delincuentes, ignorando que los derechos humanos son las condiciones que la gente necesita para vivir dignamente y que es responsabilidad del Estado garantizarlas, sino que nuestra vida e integridad se enfrentan a riesgos constantes por exigir su cumplimiento.

De esta manera, a lo largo de nuestro camino hemos visto cómo han sido asesinadas compañeras y compañeros muy cercanos por hacer lo que hacemos. Uno de los casos más recientes es el de nuestro amigo y compañero Juan López, defensor de los bienes comunes. Según la OACNUDH, solo el año pasado perdimos violentamente a 17 personas defensoras de derechos humanos debido a su trabajo.

Entre los factores internos están nuestras contradicciones personales en lo que respecta al ejercicio del poder. No podemos ignorar que el autoritarismo no solo cruza al Estado y sus instituciones, sino también a nuestras organizaciones y espacios, por lo que es imperativo tener una posición crítica y reflexiva sobre la forma en que nos relacionamos con el poder y jerarquizamos nuestras relaciones organizacionales.

En lo particular, quiero hacer especial referencia a la condición de hombre heterosexual de los defensores de derechos humanos que nos coloca en una posición de poder. Esto nos plantea el desafío permanente de revisar la construcción de nuestra masculinidad basada en el poder, la violencia y la negación de los femenino, como lo plantea Octavio Salazar.

Pero también nuestros privilegios, pues si queremos ser coherentes en nuestra vida pública debemos examinar críticamente nuestras acciones y actitudes en el ámbito privado, dado que, no podemos exigir la democratización de la vida pública del país cuando en nuestras relaciones interpersonales actuamos como pequeños dictadores.

En tercer lugar, un aspecto importante que marca nuestro trabajo es la búsqueda de un equilibrio entre nuestros principios y compromiso político, con las necesidades económicas que enfrentamos, particularmente quienes decidimos asumir nuestro trabajo desde el lado directo de las víctimas.

Se puede trabajar en derechos humanos en el Estado, las organizaciones internacionales, la academia, la cooperación internacional, las organizaciones no gubernamentales nacionales y las organizaciones comunitarias, y todas estas opciones son válidas, necesarias y complementarias entre sí. Sin embargo, las últimas dos son las que enfrentan mayor precariedad e inseguridad económica.

En cuarto lugar, desde mi experiencia muy personal puedo decir que es fundamental armonizar y complementar mutuamente los aportes de la teoría y de la práctica, a la luz de lo enseñado por Paulo Freire. Desde la teoría es necesario detenernos para leer, reflexionar, investigar y analizar con el objetivo de generar debates de altura, especialmente en estos tiempos de fake news y de comentarios cargados de odio para atacar y denigrar a quien tiene ideas o posturas diferentes.

Y, desde la práctica, es esencial el acompañamiento estratégico de las víctimas de violaciones a derechos humanos, lo cual requiere dos cosas: primero, asumirlo como lo que Marvin Barahona llama una “Finca Integral”, esto es, que incluya estrategias integrales y multidisciplinares que incorpore lo jurídico, la comunicación y la formación, la solidaridad nacional e internacional, el acompañamiento humano y humanitario a las víctimas y sus familias, y el fortalecimiento de las redes de víctimas para empoderarlas como sujetas de derecho.

Segundo, debemos resignificar el Derecho como un instrumento de transformación social y el papel de los abogados y abogadas en los procesos de construcción democrática. Para ello es necesario ser “juristas con alma” -parafraseando a Tolstoi-, es decir, personas que estudian y piensan críticamente, y que de forma permanente se cuestionan si las leyes y las instituciones de Derecho cumplen con su función instrumental a favor de la justicia y la dignidad.

Debemos evitar ser “juristas sin alma”, que son simples autómatas que privilegian la memorización de los artículos y el estudio acrítico de los códigos, y que, en no pocas ocasiones, hacen del trámite y la artimaña procesal su forma de vida. Siguiendo al magistrado español José Antonio Martín Pallín, ser una persona jurista -“con alma”- exige ser sensible, valerosa, culta, “con experiencia vital y con gran sentido común”.

Por eso hay que leer y mucho, y no solo libros jurídicos, pues es necesario conectar el Derecho y la práctica jurídica con la realidad social, y conocer los avances de otras ciencias y de otros saberes que no necesariamente se construyen en las aulas universitarias.

Y, en quinto lugar, quiero finalizar como empecé, con una pregunta: ¿Por qué y para qué seguir en la defensa de derechos humanos ante tanta desesperanza, vulnerabilidad y pesimismo?

Primero, porque a pesar de todo, este trabajo ha permitido salvar y cambiar vidas, reparar graves violaciones a derechos humanos, generar la adopción de leyes y la creación de instituciones importantes.

Segundo, porque esos pequeños triunfos son producto de la esperanza de cambiar realidades, ya que, como lo señala Byung-Chul Han, es la única que nos hace ponernos en camino y nos brinda sentido y orientación. Es como la utopía de Eduardo Galeano que está en el horizonte. Caminamos dos pasos y ella se aleja dos pasos más, pero nos “sirve para caminar”.

Tercero, porque como lo plantea Daniel Innerarity, estamos obligados a hacer bien aquello que nos toca, ya que no sabemos si nuestro trabajo, que parece un acto aislado, pueda ser el que ponga en marcha una cascada de otros actos que terminen en un cambio social. Formulándolo como si se tratara de un imperativo kantiano: “Hagamos las cosas como si pudieran ser el comienzo de una gran transformación colectiva”.