Estos finales de junio están llenos de recuerdos y memorias borrascosas. Desde nuestra fe sabemos que los conflictos son un lugar privilegiado para saber dar razón de la esperanza que tenemos puestas en el Dios que nos regala la Vida. Nuestra fe nunca nos llama a evadir conflictos, nos llama a estar en las encrucijadas de los mismos, porque en esos cruces es donde la humanidad se juega la vida y la muerte. Y nos llama a vivir en profundidad los conflictos para alimentar las esperanzas, pero muy bien situados desde los sectores más indefensos, para desde ellos buscar caminos que promuevan la paz, la justicia y la reparación de las víctimas para orientarnos hacia la auténtica reconciliación.

El golpe de Estado ocurrido hace quince años dejó muchas heridas que todas ellas siguen todavía abiertas y sangrantes. Y nuestra Iglesia no se escapa de estas heridas. El golpe de Estado fue la culminación de un proceso continuado de acumulación de conflictos no afrontados ni resueltos con responsabilidad a lo largo de muchos años. Una acumulación de conflictos que en lugar de resolverlos, los políticos los fueron tratando conforme a sus cálculos de poder, y por eso mismo fueron haciendo del país y del Estado un hervidero, una olla de presión que con el golpe de Estado se destapó la olla con todo su hervidero, y nos salpicó a todos los sectores de la sociedad.

Desde nuestra fe cristiana y la tradición de la Iglesia, los conflictos se han de hacer frente desde sus raíces y no solo desde sus efectos, y lo que ocurre con los políticos y altos empresarios, es que ni siquiera están interesados en hacer frente a los efectos. Bien se sabe que existen personas con poder que diciendo que tienen fe en Dios, siguen involucradas en actos de corrupción de manera descarada, y tienen una alta responsabilidad en sostener la impunidad.

El golpe de Estado de hace quince años fue un acto de impunidad, y sigue alimentando la impunidad en nuestro país. Fue un acto perpetrado por los fuertes, por quienes se orientan conforme a la ley de los fuertes, y con ese acto, consolidaron el gobierno de los fuertes hasta convertirlo en un Estado criminal al servicio del narcotráfico. Es cierto que el principal responsable de estos años de golpes y criminalidad ha sido sentenciado por la justicia estadunidense. Pero los dinamismos que provocaron y han sostenido el golpe de Estado siguen vigentes. El problema de fondo sigue intacto o mucho más agudizado. ¿Y cuál es el problema de fondo? Es un asunto de humanidad, de dignidad, de vida y de muerte. El problema de fondo es que los pobres siguen sin tener esperanza y dignidad. Y sigue siendo la insolidaridad en la que se sostiene el modelo lo que sigue conduciendo la dinámica nacional.

Más que el criterio del bien común, lo que prima en nuestra Honduras es el criterio del sálvese quien pueda y la ley del más fuerte, y esto es lo que se ha acentuado en estos quince años después del golpe de Estado. No es el servicio sino la búsqueda del poder y el control de mayores espacios del Estado para intereses de grupos lo que más prevalece en las decisiones que se toman en este período de inestabilidades, exclusiones y violencias. La búsqueda del poder para dominar es lo que está en la base de la política y que tanto daño ocasiona a nuestra sociedad. A ese propósito, cuando los hijos del Zebedeo en el Evangelio de Marcos, piden los primeros puestos, Jesús les recuerda que así se comportan los jefes de las naciones. Y de inmediato les deja con firmeza un mandato: “No deberá ser así entre ustedes” (Marcos 10, 43).

Ese es el gran mandato de Jesús a sus seguidores. La Iglesia ha de cuidar la identidad de su misión y sobre lo específico de su servicio a la sociedad y al Estado. La Iglesia de los pobres ha de dar señales inequívocas de estar desprendida de la lógica del poder, y dar testimonio inequívoco de que es la dignidad humana y el bien común los criterios que conducen su misión.