La corrupción tiene que ver con lo que pudre, lo que se echa a perder, con la depravación y con lo que se enturbia, como cuando Usted tiene un vaso de agua y lo llena de lodo, el agua cristalina se enturbia, deja de ser transparente y daña no solo el agua y el vaso, sino que produce daña a la persona que la tome.

Corrupto, consecuentemente, es quien se ha depravado, echado a perder, se ha podrido o se ha dejado sobornar o ha sobornado a otro. Corrupto es quien ha enturbiado las cosas y las relaciones. De acuerdo a la fe cristiana y a la ética más elemental, la corrupción tiene que ver con el uso perverso de los bienes de la creación y con todo aquello que adultera la convivencia justa y transparente entre las personas.

En el evangelio encontramos una figura, la de Juan el Bautista, quien se presenta en la sociedad de su tiempo y les advierte a la gente que debe cambiar su manera de vivir. Y lo hace de manera fuerte y sin rodeos:

“Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que evitarán el castigo que se acerca? Muestren los frutos de una sincera conversión…Ya llega el hacha a la raíz de los árboles; todo árbol que no dé fruto va a ser cortado y echado al fuego” (Lucas 3, 7-9)

De acuerdo al evangelio, la corrupción tiene su origen en el corazón humano, y desde allí brotan dinamismos que se convierten en injusticias sociales y en el uso perverso de los recursos para satisfacción de intereses egoístas. Por eso, Juan el Bautista llama a la conversión, es decir, a cambios de actitudes, cambios de mentalidad. No basta con reformar  leyes, con poner en marcha planes de gobierno. No basta la CICIH, aunque es muy necesaria. Si no hay cambios en las personas y en sus actitudes, la dinámica de corrupción acabará carcomiendo las leyes y los programas.

Para el evangelio siempre hay oportunidades para comenzar, y por muy difícil que parezca la erradicación de la corrupción, Jesús siempre pone su confianza en las personas. En el evangelio de Lucas encontramos un pasaje hermoso, en el cual se nos presenta un modelo de la conversión. Se trata de la conversión del acaudalado cobrador de impuestos de nombre Zaqueo. (Cfr. Lucas 19, 2-8).

Zaqueo tomó la iniciativa de buscar a Jesús, y luego la conversión tiene evidentes y comprobados signos. Zaqueo se decide por hacer frente al daño que ocasionó a los demás. No se trata de una conversión intimista. Para erradicar la corrupción el cambio personal, el cambio del corrupto ha de tener manifestaciones sociales y objetivas. Zaqueo reparó el daño que cometió, reparó el robo devolviendo mucho más de lo que había robado.

No se trata de que el corrupto diga que se arrepiente, y que de hoy en adelante su corazón es nuevo y que lleva a Cristo en su corazón, dejando intactas las cosas. Esa conversión no es cristiana. La conversión evangélica significa que la aceptación y la confesión del pecado han de estar acompañado de decisiones claras en relación con la justicia y con la reparación de los daños cometidos a las víctimas.

En la realidad, la conversión es muy difícil, porque no se trata sólo de estar bien con Dios de manera subjetiva, sino estar bien con la sociedad sometiéndonos a la justicia. Jesús mismo se sintió muchas frustrado por la dureza del corazón de quienes debían cambiar de actitud por su dinámica corrupta, y por el uso de la religión y de la esfera divina para legitimar el uso perverso de los bienes y de la autoridad. Necesitamos tener nuevas instituciones, entre ellas la CICIH. Pero necesitamos una conversión profunda en el corazón y en las actitudes, para que alcancemos una sociedad que sea nueva en todo, nuevas las personas, nueva la comunidad y nuevas las estructuras.