El silencio de las once de la noche fue interrumpido por un disparo. Acto seguido, una ráfaga proveniente de unos fusiles de asalto Galil ACE 21, alertó a los pobladores del barrio “El Olvido”. El instinto maternal de doña Lupe provocó que su corazón se estrujara. Algo presentía. Y su temor tenía motivos de sobra: Erick agonizaba.

Él era hijo único de doña Lupe, mujer legendaria cuya vida se había diluido en las plantaciones de banano y que ahora sobrevivía con los exiguos ingresos de su hijo. Erick, por su parte, cansado de la miseria en que vivían en un país secuestrado por un narco dictador, se había convertido en un crítico del gobierno y constantemente acompañaba las manifestaciones populares.

Esa noche, mientras regresaba de una reunión donde se programaba una protesta pacífica frente a la Municipalidad, fue seguido por un sigiloso grupo de policías militares. Cuando estaba a dos cuadras de su casa uno de los criminales del gobierno disparó una sola bala que se alojó en el cerebro del muchacho. Para sellar el acto, los demás asesinos hicieron una lluvia de disparos a un lado de su cuerpo.

Una bala le estaba arrebatando la vida. La sangre emanaba de su cabeza y él no daba muestras de vida evitando que lo remataran. A su alrededor los homicidas presenciaban la escena con frialdad. Al ver que el herido no podía reponerse decidieron marcharse.

Un taxista que había presenciado el hecho, se aprestó para auxiliarlo. Lo subió a su carro y se decidió llevarlo a una clínica en el centro de la ciudad. El hospital público estaba demasiado lejos y quizá el herido moriría en el camino. “Ya veré como obtendré el dinero para los gastos médicos”, le decía el buen samaritano, “lo importante es que usted, mi compa, se salve de morir”. Cuando faltaba una cuadra para llegar a la clínica se dio cuenta que era perseguido por una patrulla. Nervioso y procurando salvar su vida le pidió al herido que caminara lo que hacía falta del camino. El taxista, con profundo pesar, sacó a su pasajero y lo sentó en una acera. Luego aceleró el vehículo y al pasar frente a la clínica tocó el claxon y pidió que auxiliaran al muchacho.

El joven herido había caminado con sus pocas fuerzas la cuadra que hacía falta para llegar a la clínica. La enfermera ya había sido alertada por el taxista para brindarle apoyo. Desde una oficina el doctor Oliva salió a interrogar al herido.

—¿Qué te ocurre muchacho? —le preguntó con evidente enfado por la sangre que caía sobre la cerámica.

—La Policía Militar me ha herido— respondió el joven con enorme dificultad en la respiración.

—La vida castiga a quien no sabe vivirla, hijo.

—Mi único delito es haber protestado por las injusticias de este gobierno contra nosotros, el pueblo.

En ese momento se escuchó a no muy lejana distancia una ráfaga de disparos y el dolor de la herida en su cabeza fue menor que el dolor que experimentó al imaginar que aquellos disparos estaban siendo incrustados en el cuerpo de aquel bondadoso taxista.

La conversación prosiguió. Fue el doctor quien agregó:

—Debes aceptar la voluntad de Dios. El presidente es autoridad divina. Pero bueno, dejemos la política para más tarde. Dime, ¿Quién pagará los costos de hospitalización?

—Soy un desempleado doctor y vivo sólo con mi anciana madre. Al recuperarme yo le pagaré como pueda.

Así concluyó aquel diálogo. El doctor se dirigió a su escritorio serenamente. La enfermera le preguntó:

—¿Procedo?

La mirada fulminante del galeno fue una respuesta contundente. La enfermera solamente agachó su cabeza.

Y en menos de diez minutos falleció aquel joven que luchaba por una vida más justa.