Diez años tras aquella infame alborada de Junio debe afirmarse, sin vacilar, que la madurez de la población de Honduras, particularmente en su componente de relación política, es más alta que nunca. Pues con todo y lo deformada que echaba a andar la novata democracia florecida en 1982, jamás había acontecido que una sola de las fuerzas desde antaño contendientes ––liberalidad y conservadurismo–– se impusiera sobre la otra más allá de un período presidencial o por la fuerza bruta y directa, cosa que el pueblo contempló y condenó.

Los golpes de Estado, que los castrenses convirtieron en medio expedito para emparejar la disparidad de sus ambiciones, prácticamente desapareció de la escena social y, mal que bien, la alternancia partidarista mantuvo sus flujos y reflujos dentro del cauce de la ignorancia ––y la ingenuidad–– ciudadanas. Hasta que 2009 introdujo un elemento hasta entonces apenas sospechado, el de que para la reacción fanática y cachureca no hay límites cuando se trata de capturar y asegurar el poder, algo que bien sabía el prócer Francisco Morazán.

Suma lección. Como en una agenda de la historia por venir, desde 2008 empezó a desenvolverse toda una trama pútrida jamás antes vista. Azules y rojos prostituyeron al congreso (con ciertos zancudos solidarios), pero como el ejecutivo de Manuel Zelaya evitó sancionar el presupuesto gubernamental del año, donde se escondía una monstruosa partida de mil millones para la próxima campaña electorera liberal, no habiendo posibilidad de proceder por ley se acudió a la defenestración, lo que destapó la caja de Pandora.

Pues viendo los nacionalistas que los liberales se golpeaban a ellos mismos, y que eran igual de corruptos, maquinaron ocupar el mando “para siempre”. Recuérdese la fórmula de propaganda: cincuenta años de poder, que comenzaron con la destrucción de la autonomía de la Corte Suprema e inmensos fraudes. Condiciones que en vez de alienar a la población la despertaron.

Hoy no existe hondureño que no conozca lo que ocurre al cierre de esta mala década sucia, experiencia que se llama educación política. Son tan monstruosos los casos de corrupción, desde el presidente hasta bajos funcionarios, que es imposible ocultarlos. Y de la misma forma el narco financiamiento de hombres de gobierno, de empresa privada e incluso religiosos; la malversación y el nepotismo, el autoritarismo y la traición, defectos que identifican al tejido conjuntivo de una dictadura.

Con todo, dos son los actores más perjudicados por su sometimiento a la más imperdonable conducta anti ética del decenio: nacionalistas y militares. De los primeros no hay nada más que probar pues fueron protagonistas y cómplices. La fuerza armada se reveló ––por su servitud, mercenarismo y represión contra el ciudadano que ejerce el derecho a protestar–– como el ente y agente menos confiable de todos, así como ingrato, ya que cobra sueldo por matar a su empoderante. Si un día se instala una asamblea constituyente originaria no hay duda alguna de que la primera resolución abundantemente aclamada será la de suprimir a estos verdugos gratuitos que marchan contra la historia, la democracia y la civilización. Dios, si existe, maldice a las armas vueltas contra su creador.

Julio Escoto

Escritor y analista política