De mi pueblo recuerdo el viento, sí, el viento. Subiendo y bajando la montaña  y llevando agua a las milpas. El café creciendo y mi papá explicándome como se corta para que el otro año dé parejito. Yo era bien varonera y andaba con él, ahí montada y en los cerros, mi papá me llevaba.

Los ojos se llenan de viento y florecitas blancas del café cuando Ella me cuenta de esa lejana tierra donde nació y que por años no ha visto. Una llega aquí sin saber cuando va a volver, o si va a volver. Una viene decidida a todo porque sino no se puede venir. Dejar su casita, hijos, lo que se pudo estudiar, los amores y las amigas. Acá las hondureñas trabajamos duro, más duro que muchas de las otras,  por eso nos contratan, claro que a la mayoría les pagan muy mal porque saben que no tienen documentos. Por eso yo sigo aquí, porque pienso que debo ayudar a las mujeres nuevas que vienen y las joden, las engañan.

Aquí no crea que la gente es buena, hay de todo claro, pero alguna gente no es buena, se ríen de nosotras y nos tratan con desprecio. Hace unos años me echaron de un trabajo que me gustaba porque cuidaba unas niñas, la doña me echó porque dijo que habían aprendido a hablar como hondureñas y que su familia no quería eso, que decían palabras feas, y sabe que decían, Púchica, y les encantaba decir, púchica y otras palabras que yo decía como trinche, palangana, no sé cuantas más. Aprendieron porque ellas se criaron conmigo, pero a la doña y su familia no le gustó. De ahí creo que aprendí a hablar como hablan aquí,  y entonces cuando hablaba a Honduras se reían de mí, ay vos, ya hablás bien feo como las españolas, me decían. Total, que una no hay donde esté bien. No es una de aquí ni nunca lo será, pero de allá tampoco es después de un tiempo. Cambia una, cosas, maneras, formas de hablar y de pensar.

Ella mueve sus manos con vehemencia y cada tanto se las aprieta, con cierta angustia; tomamos café y me detengo a mirar una pareja de personas mayores que cruzan tomadas de la mano por uno de los callejones de ese hermoso barrio del centro de Barcelona. Muy esbeltos, blancos, mayores y hermosos como en comercial de seguros de vida, el hombre viste de kaki y la señora una blusa color vino tinto dirían en mi tierra.

Ella también los mira, me cuenta que se conoce ya todos los atajos y las vueltas del barrio. Ya ni me fijo, antes tenía que andar apuntando todo porque se me olvidaban las direcciones, viera cómo madrugaba porque siempre me perdía, pero ahora sé bien donde queda cada sitio. Pero yo sé que no es cierto, porque me ha perdido ya un par de veces en el metro y se lo digo enojada porque los túneles del subterráneo me dan pavor y Ella no lo cree. Se ríe con una risa grande y luminosa, es cierto, es que desde niña yo era así como distraída, pero no crea aquí si una se distrae mucho, se jode.

Ahora guía a muchas de las hondureñas que cruzan las grandes aguas y van hacia los territorios donde se ofrece trabajo, trabajo duro, no dinero. Les enseña los gestos diarios de la sobrevivencia en esa ciudad de personas tan distintas y de edificios tan enormes como sólo los cerros del fondo azul de Honduras lo son.

Cuando una llama a Honduras la gente cree que el dinero se gana fácil, claro, allá es más pobre todo el mundo, pero el dinero cuesta, cuesta mucho. Se acuerda la muchacha joven que le presenté ayer, pues  tiene una enfermedad que por días no puede mover los brazos, yo le digo que es por que tiene que limpiar tantas ventanas de vidrio en la casota donde trabaja. Pero dice que no, que le empezó en Honduras, después que mataron a su papá mientras estaba dormido, ella estaba junto a él, no se dio cuenta de nada porque era pequeña y no sabe porqué no se enteró hasta que llegaron los vecinos, su papá le había pasado un brazo encima de la espalda y ella dormía boca abajo, seguro para protegerla, a ella le dio eso, que se le engarrota el cuerpo. Esa muchachita sino se hubiera venido se vuelve loca allá, se vinieron dos y están mandando a buscar a las otras, pues sí, quisieran olvidarse de todo, pero la verdad aquí más se acuerda una de todo, no se olvida.

Mi patrón ahora es un hombre bueno, se pone a tomar café en la cocina y me pregunta de los cuentos de mi pueblo, yo le tengo confianza y le he contado del cadejo, viera como le gusta esa historia, parece cipotío. Anda,  me dice, cuéntame otra vez de ese animalito con las patas al revés. El otro día le llevé su libro, y le dije, mire que en mi país también hay escritoras, yo bien orgullosa, también le llevé el disco de Karla.

Él me quedó mirando y sé que después lo leyó porque lo tenía abierto ahí en su mesa. A veces creo que la gente piensa que nosotras venimos de un lugar donde no hay nada, sólo mujeres trabajadoras que quieren venirse para España. La mejor gente que he conocido es de otros países, latinas, negros que trabajan en la calle, y unos mexicanos bien divertidos y solidarios donde siempre me sacan de apuros.

Una no sobrevive sin otra gente, a los lugares donde vamos no hay tantos catalanes, pero algunos he conocido y son gente que conoce Honduras,  Nicaragua, Guatemala. Yo conocí esa gente buena por Berta, cuando la mataron yo me sentí tan enojada y triste que me fui al altar que le hicieron ahí en la plaza grande donde pasamos ayer. Y ya de ahí no me sacaron, la mejor gente es la que anda en estos movimientos, aunque siempre hay léperos, pero he conocido calidad de gente.

Honduras para mí es ese cafetal y un río fresco donde yo me lavaba los pies, mi mamá, la ropa. A la orilla de ese río un hombre un día me quiso violar, y había sido mi amigo, se imagina. Pero se arrepintió, creo que, porque yo le recé a mi abuelita, aunque el daño del miedo ya me lo había hecho.

Aquí no tengo miedo, ando tarde en la calle, me pongo mis minifaldas, saco el dinero del cajero y camino mucho por las avenidas que dan al mar mediterráneo. Es más bonito el río de mi aldea, pero aquí no tengo miedo. Eso es bueno, la verdad es que eso es muy bueno.

Melissa Cardoza, agosto de 2018