Ismael Moreno s.j.
Nadie podría negar –a no ser que se trate de una persona ilusa o fanatizada– que lo del proceso electoral estadunidense es un desastre. Y como el iceberg, apenas la punta de una honda y sistémica crisis. Es una arquitectura de siglos que se ha venido desmoronando, especialmente a partir del presente siglo, teniendo el colapso de las Torres Gemelas en 2001 como símbolo, seguido por la crisis financiera de 2008, prosiguió con el sorprendente triunfo de Trump en 2016 y luego con las revueltas del 6 de enero de 2021 con el intento de golpe de Estado en el mismo corazón de Washington, liderado por el todavía presidente empecinado a no reconocerse como perdedor.
Un laberinto, un caos político que se ha revertido en contra de los estadunidenses, sobre todo de las soberbias e intolerantes élites políticas, y a la vez desorden económico y financiero que ha arrasado con esa concepción de dejar todo al juego de la mano invisible del mercado, con eso de que la economía del libre mercado todo lo resuelve bajo la lógica el inquebrantable dogma de dejar hacer, dejar pasar, el mundo capitalista funciona por sí mismo. Ese mito se fue al carajo, porque a fin de cuentas esa mano invisible del mercado ha generado prosperidad extrema en unas cuantas empresas y multimillonarios, pero ha dejado crecientes mayorías empobrecidas y miserables. Ha acumulado capitales infinitos, sin garantizar orden y equilibrio, al contrario ha provocado desórdenes para la sociedad estadunidense y desgracias para toda la humanidad. Mitos como ese ha conducido a desastres dentro de la sociedad y de la política y la economía, y que ahora se expresa en el callejón sin salida de un proceso electoral que deberá culminar con la elección de un nuevo presidente el 5 de noviembre del presente año.
Si no fuese por las implicaciones que sus desastres internos tienen para la humanidad, esto daría para una fanfarria y un gigantesco desfile bufo. Dos ancianos, uno con inconfundible demencia senil, sin conexión entre el día y la noche, entre el pasado, el presente y el futuro, con capacidad para provocar risa en millones de oyentes y desesperación en las cúpulas del partido Demócrata y angustia entre los aportantes a la campaña, que nunca aportan sin nada a cambio. Y el otro, un loco, un delincuente condenado, en espera de sentencia por la justicia de su propio país quien, como ya lo dejó palpable en enero de 2021, tiene todo el impulso para hacer todos los desastres políticos, económicos y militares, no solo dentro de territorio estadunidense, sino en cualquier parte del mundo, o en el planeta entero, con tal de ejercer el poder. Su peculiar poder, machista, autoritario al mejor estilo de “banana republic”. Tener a dos candidatos así es un síntoma inequívoco de la decadencia inexorable de una nación que se erigió para ser ejemplo y gobernar el mundo. Y aunque se hiciera cambio de candidato en el partido Demócrata, por muy joven que sea quien sustituya a Biden, la decrepitud de la política estadunidense nada ni nadie la puede renovar.
Ese es el modelo de liderazgo político en el imperio más poderoso en la faz de la tierra, como expresión dramática de su franco declive que, según analistas, irá decreciendo progresivamente con los años hasta alcanzar el colapso. Lo paradójico de esta enloquecida política gringa, es que, viviendo en un caos en lugar de democracia, siguen dándonos lecciones de cómo vivir en democracia al resto del mundo. Un presidente que no es elegido en democracia, por voto directo, que es nombrado por representantes, esos sí elegidos en las urnas; un presidente con poderes absolutos, que goza de inmunidad ante cualquier desorden que cometa, porque es intocable y está por encima de todas las reglas de la justicia y de la democracia. Y así saldrá el próximo presidente de la nación que se jacta de ser la más poderosa del planeta. Saldrá de dos candidatos decrépitos, uno enfermo de vejez y otro loco y delincuente.
Y así con ese desastre, nos siguen diciendo a los países que están bajo su órbita, cómo hemos de ser demócratas, y se dan el taco de señalar qué países son demócratas y qué países son terroristas y qué países son regidos por regímenes autoritarios o tiranos. Son jueces, condenan o bendicen de acuerdo a sus categorías de democracia, mientras en el interior de su nación, su democracia es conducida por dos partidos que niegan absolutamente todo principio de democracia. Sostener tantas guerras juntas y a gobiernos incluso genocidas, es una de las expresiones dramáticas del desorden mundial como onda expansiva de la crisis que se origina en el centro imperial.
Han intervenido en innumerables ocasiones los territorios de muchas naciones, han avalado dictadores, golpes de Estado y fraudes electorales, a la vez que recurren a la estatua de la libertad para ratificar que son la nación símbolo de la democracia y la libertad. Han usado muchos territorios como bases militares y han formado a lo largo de muchos años a oficiales militares para encabezar operativos contra insurgentes y han reprimido a defensores de derechos humanos, pero sus oficiales del Comando Sur, imparten formación en derechos humanos a organizaciones civiles en distintos países latinoamericanos y del Caribe.
Lo cierto es que estamos siendo testigos del desmoronamiento progresivo y con signos de ser irreversible de un imperio que se fue construyendo a lo largo de al menos cuatro siglos, que al ser tan poderoso tardará para su pleno desmoronamiento, porque una bestia cuando está herida de muerte se revuelca y en su entorno crea ambientes de angustias, sangres y destrozos.
En nuestros lares, en nuestros valles, montañas, ríos, ciudades y pueblos, nuestras élites criollas se afanan en copiar los desastres que vienen del norte, y repiten en la periferia, y con el colorido propio del cacique con su guarizama y su montura, el estilo de democracia que se va destruyendo al son del desmoronamiento del centro imperial. Esas élites nos hacen sentir imperio, sin caer en la cuenta que no somos ni el chingaste; somos la cola de sus desastres, y sus ondas expansivas se experimentan en nuestros ambientes.
El autoritarismo que se propaga por todos estos patios traseros, igual que la violencia y delincuencia armada y militarizada, el narcotráfico y las ondas expansivas de los estalinismos con sabor a trópico, no son sino réplicas de un imperio que solo sabe dar ejemplo de polarizaciones, concentración de poderes y elecciones cada cierto tiempo sin que esto tenga cuajar en eso que todavía le llaman democracia representativa.
A estas alturas de un imperio que se desmorona, que algunas voces tremendistas advierten si no será esta de noviembre la última elección –al menos la del bipartidismo estadunidense–, es un signo de los tiempos que la frontera de los Estados Unidos esté abarrotada diariamente de millares de migrantes no solo de América Latina y el Caribe, sino de los continentes africanos y asiáticos. No es tanto que la crisis del sur esté impactando en la poderosa nación del norte. Es la crisis del imperio cuyas ondas expansivas se extienden por el planeta entero, y deja subproductos como los migrantes, pero también las guerras, violencias, narcotráfico y en general criminalidad organizada, además de miseria y destrucción ecológica.
Qué a estas alturas de un colapso y decadencia endémica irreversible, haya élites de países periféricos, que como Milei y algunos otros ilusos, todavía digan querer ser como los gringos, o tener en el país, al modo de Trump, un modelo como el que se desmorona en el centro del impero, suena como a aquella persona que se empecina en acabar con un infierno en llamas echándole con ilusión absurda unos cuantos trozos de hielo.